Ya hemos señalado en otro segmento anterior el hecho de que, debido a que la pauta regular en el trato de Dios con el ser humano es la misericordia, terminamos acostumbrándonos tanto a ella que la damos por sentada hasta llegar a exigirla. Y si bien los cristianos hemos entendido que la misericordia no es ni mucho menos un derecho adquirido, sino una gracia inmerecida que Dios en su amor nos concede de manera soberana, a veces la forzamos al límite abusando de la paciencia de Dios para con nosotros en algún área particular de nuestra vida, bajo la peligrosa creencia en que, puesto que Dios es clemente y compasivo y grande en amor –como lo revelan muchas veces las Escrituras y lo confirma la historia− su paciencia y misericordia no tienen límites. Pero sí los tienen, y no es sabio de nuestra parte tratar de descubrirlos. Así, pues, el hecho de que Dios sea misericordioso no significa que Él no sea justo, como si el pecado lo tuviera finalmente sin cuidado y le fuera indiferente al punto de no tomar medidas contra él para castigarlo, combatirlo y corregirlo, lo cual de cierta manera haría de Dios un cómplice del pecado al poder hacer algo al respecto y, sin embargo, no hacerlo. El espectáculo de la cruz es la prueba incuestionable de que a Dios el pecado no lo tiene sin cuidado ni le es indiferente. Algo que deberíamos recordar cada vez que nos sintamos tentados a dar por sentada la clemencia, compasión y amor de Dios sin tener en cuenta su lenta pero siempre justificada ira: “El Señor es clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor” (Salmo 103:8)
Justicia lenta pero segura
“En su justicia Dios castiga airado a quienes lo merecen, pero sólo como recurso final cuando se agota su inmensa misericordia”
bendiciones pastor, así es que Dios es amor pero también es justo. El mundo pregona el gran amor de Dios y se olvida de su justicia; lo que debe alertar al creyente es no caer en este mismo olvido.