Definir con precisión a los auténticos creyentes puede ser difícil con base en rasgos o características externas particulares, pues si establecemos una lista de verificación, siempre es posible que algunos la cumplan, imitando con habilidad las formas externas de los creyentes sin que en realidad sean convertidos. Asimismo, es posible que haya auténticos creyentes que no exhiben con claridad algunos aspectos de la lista en cuestión. Después de todo, la iglesia no es del mundo, pero al estar en el mundo, desde la perspectiva humana puede a veces confundirse con el mundo. Es por eso que, paradójicamente, y sin perjuicio de la llamada “excomunión” ejercida correctamente como medida disciplinaria; la iglesia no está facultada para pronunciarse de un modo terminante sobre quiénes forman parte de ella y quiénes no. Pero en la perspectiva de Dios no hay confusión alguna, pues para Él podemos hallarnos juntos, pero de ningún modo nos encontramos revueltos. De hecho, y aunque no deje de ser cruel y deba, por lo mismo, ser condenada; la frase de Arnauld Amalric, perseguidor de la herejía cátara cuando respondió así a sus soldados sobre cómo diferenciar a los inocentes de los culpables: “¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!”, no deja de ser verdad. No puede, pues, negarse que hay que ser, más que parecer; pero también es cierto que si se es, hay que también parecer, como lo da a entender el apóstol: “… no deben relacionarse con nadie que, llamándose hermano, sea inmoral o avaro, idólatra, calumniador, borracho o estafador. Con tal persona ni siquiera deben juntarse para comer” (1 Corintios 5:9-11)
Juntos pero no revueltos
“El hecho de que la iglesia deba permanecer en el mundo significa que debemos estar todos juntos, pero de ningún modo revueltos”
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