La Biblia utiliza la palabra “perfección” en diferentes sentidos en relación con el ser humano. Uno de ellos, el más obvio, es, por supuesto, la perfección absoluta que, en virtud de la obra de Cristo a nuestro favor, nos está reservada a los creyentes por Dios en su reino establecido en la tierra con la segunda venida de Cristo, aunque por lo pronto no logremos disfrutar de ella en las condiciones actuales de nuestra existencia, transcurrida entre la redención llevada a cabo por Cristo en la cruz hace 2000 años y su consumación cuando Cristo regrese. No obstante, la posibilidad de alcanzar esta perfección final, conforme a los anuncios y promesas que el evangelio nos hace en el sentido de que un día lo lograremos, dando así cumplimiento a todas las profecías bíblicas relacionadas con la iglesia en el contexto del Nuevo Pacto suscrito por Dios con la humanidad en Cristo, un pacto cuya proclamada perfección contrasta con las imperfecciones del Antiguo Pacto que fue, por lo tanto, meramente preparatorio; debe estimularnos constantemente a perfeccionarnos un poco más cada día en la medida de nuestras actuales posibilidades, así la meta de la anunciada y anhelada perfección siempre se encuentre más allá de nosotros, tan sólo como un faro que ilumina nuestra senda, pero al cual no lograremos llegar hasta nueva orden, de tal modo que, mientras esa nueva orden llega, nos hallemos imitando al apóstol cuando dijo: “No es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea perfecto. Sin embargo, sigo adelante esperando alcanzar aquello para lo cual Cristo Jesús me alcanzó a mí” (Filipenses 3:12)
En pos de la perfección
“La perfección es una meta imposible de alcanzar en esta vida, pero debemos mantenernos en pos de ella para lograr la excelencia”
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