En el marco del peregrinaje que, en virtud de nuestra condición de extranjeros, los creyentes recorremos en este mundo y la doble ciudadanía, celestial y terrenal, que ostentamos a lo largo de él y que impone, a su vez, sobre nosotros responsabilidades acordes a cada una de ellas; sobresale una en especial asociada a la ciudadanía celestial: la de embajadores del reino de Dios: “Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios.» Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Corintios 5:18-21). No estamos, pues, aquí de paso como meros extranjeros a la espera del regreso de Cristo y el establecimiento de Su reino en la tierra en toda su plenitud, sino como embajadores de ese reino, haciéndoles saber a todos de su existencia y superioridad incomparable en relación con las mejores condiciones que podamos alcanzar en este mundo, procurando al mismo tiempo recrear en nuestras relaciones y nuestro entorno las características de justicia, paz y alegría de ese reino ─guardadas las obvias proporciones─ e informar a todos los que lo deseen los requisitos que podemos y debemos cumplir para disfrutar de ese reino en su momento.
Embajadores de Cristo en el mundo
“El creyente tiene doble ciudadanía: celestial y terrenal. Pero la celestial prevalece y lo convierte en un embajador de Cristo”
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