Cuando Dios eligió a Israel y lo redimió de la esclavitud egipcia parar conducirlo y establecerlo en la tierra prometida, expulsando de ella a los pueblos que la habitaban en favor de su propio pueblo, les advirtió: “Escucha, Israel: hoy vas a cruzar el Jordán para entrar y desposeer a naciones más grandes y fuertes que tú… el Señor tu Dios avanzará al frente de ti, y… los destruirá como un fuego consumidor y los someterá a tu poder… »Cuando el Señor tu Dios los haya arrojado lejos de ti, no vayas a pensar: “El Señor me ha traído hasta aquí, por mi propia justicia, para tomar posesión de esta tierra”. ¡No!… Entiende bien que eres un pueblo terco, y que tu justicia y tu rectitud no tienen nada que ver con que el Señor tu Dios te dé en posesión esta buena tierra” (Deuteronomio 9:1, 3-4, 6). De este modo Dios estableció ya de manera temprana que su elección nunca depende de nuestros méritos personales siempre insuficientes y precarios para obligarlo a ser nuestro deudor en algún sentido diferente a aquel en que Él mismo se haya comprometido de manera soberana, anticipando así la doctrina de la justificación por la fe y no por obras, precisamente, para que nadie pueda jactarse en su presencia de mérito alguno que lo obligue para con ninguno. Pero a su vez, su elección pone sobre nosotros la responsabilidad de hacer méritos, no ya para que nos elija, sino como consecuencia de su elección sobre nosotros: “Pues Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia. Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo” (2 Timoteo 1:9)
Elegidos sin mérito para hacer méritos
“La salvación se obtiene sin méritos de nuestra parte, pero al mismo tiempo nos capacita para llegar a vivir una vida meritoria”
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