La resurrección de Cristo lo coloca en una categoría única y aparte, por encima de todos los fundadores de religiones a lo largo de la historia humana y le confiere una credibilidad superior y a toda prueba en relación y en oposición a ellos, dejándolos así expuestos, a pesar de sus mejores intenciones, como los impostores, ladrones y bandidos a los que denunció en Juan 10:8 diciendo: “Todos los que vinieron antes [y después] de mí eran unos ladrones y unos bandidos”. Pero más allá de esto, la resurrección de Cristo no sólo estableció sin lugar a duda que esta vida no es todo lo que hay, descorriendo el velo que separa nuestra realidad, de las realidades espirituales superiores y más determinantes que se hallan detrás de ella y que coexisten paralelas con nuestro plano de realidad, confinada hasta cierto punto a este mundo material sometido a la corrupción y al deterioro, tanto en los seres individuales que lo componen, como en su conjunto y visto como un todo en lo que se conoce como la entropía o segunda ley de la termodinámica. Una muerte y una corrupción sobre las que Cristo triunfó en su resurrección, pues no sólo retornó de la muerte a la vida de manera indiscutiblemente sobrenatural y milagrosa, sino que lo hizo con un cuerpo físico de carne y hueso visibles y palpables, como lo comprobaron sus discípulos, pero incorruptible, no sometido como todo lo demás a la entropía que todo lo desgasta y echa a perder, como lo afirma el NT: “y ahora lo ha revelado con la venida de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien destruyó la muerte y sacó a la luz la vida incorruptible mediante el evangelio” (2 Timoteo 1:10)
Sacando a la luz la vida incorruptible
“Cristo es el único que ha regresado victorioso de la muerte sacando a luz lo que nos espera cuando también nos llegue la hora”
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