Decía Bárbara de Angelis que: “… Lo que nos atrapa es la pasión. Cuando un libro se escribe sin pasión, el lector pierde el interés. Cuando un equipo juega sin pasión, el partido resulta aburrido… para nutrir este apetito, recompensamos a quienes son capaces de estimular nuestras emociones al punto de hacernos volar: los actores, los atletas y los cantantes… ganan millones porque saben cómo despertar nuestra pasión”. Pero, al igual que lo sucedido con los deseos, que tanto epicúreos como budistas, a la par con los estoicos, han considerado como una de las principales fuentes de todos nuestros males y dolores, tampoco la pasión es sancionada favorablemente por todos. Los estoicos y epicúreos proponían y suscribían la búsqueda de la llamada ataraxia o imperturbabilidad como el medio para suprimir los deseos y alcanzar la aponía o ausencia de dolor. Pero adicionalmente, los estoicos promovían también la apatía o ausencia de pasión, dado que pathos significa “pasión” entre los griegos. Si bien pasiones y deseos se refuerzan y superponen los unos a los otros, al punto que podríamos decir que los deseos encienden las pasiones y las pasiones alimentan los deseos, lo cierto es que no son exactamente lo mismo. La pasión podría definirse como la concurrencia de sentimientos y emociones intensas a causa y en pos de un objetivo determinado. Y como lo indicábamos en relación con los deseos, es posible entonces identificar pasiones nobles y pasiones pecaminosas. La Biblia condena estas últimas: “Porque, cuando nuestra naturaleza pecaminosa aún nos dominaba, las malas pasiones que la ley nos despertaba actuaban en los miembros de nuestro cuerpo, y dábamos fruto para muerte” (Romanos 7:5); “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos? Desean algo y no lo consiguen. Matan y sienten envidia, y no pueden obtener lo que quieren. Riñen y se hacen la guerra. No tienen, porque no piden. Y cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones” (Santiago 4:1-3), urgiéndonos a no dejarnos arrastrar por ellas: “Huye de las malas pasiones de la juventud y esmérate en seguir la justicia, la fe, el amor y la paz, junto con los que invocan al Señor con un corazón limpio” (2 Timoteo 2:22).
Pablo abunda más en este tipo de amonestaciones: “Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría” (Colosenses 3:5), como corresponde a un verdadero cristiano, pues: “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Pero, por contraste, las pasiones nobles son siempre recomendables y deben ser fomentadas y se diferencian de las pecaminosas en que las primeras son crónicas, es decir que deben manifestarse a lo largo de toda nuestra vida de manera constante y no en algunos breves y ocasionales momentos de entusiasmo intenso pero momentáneo. Las pasiones nobles son, entonces, dosificadas, continuas y crecientes, mientras que las pecaminosas son desbordadas, desordenadas y caprichosas. De hecho, el Señor demanda y espera una pasión crónica de sus hijos por la causa del Padre Celestial. Al fin y al cabo Él ha mostrado una pasión ejemplar a través de la historia para salvar al hombre. La pasión de Cristo no se limita a la Semana Mayor, como muchos suelen creerlo. La pasión de Dios por el hombre comienza en el Génesis al prometer un redentor en el llamado “protoevangelio”: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le herirás el talón»” (Génesis 3:15), y continúa manifestándose crecientemente a través de apasionadas declaraciones y acciones divinas correspondientes a favor de su pueblo a lo largo de todo el Antiguo Testamento: “Porque el Señor su Dios es un Dios compasivo que no los abandonará ni los destruirá; tampoco se olvidará del pacto que mediante juramento hizo con sus antepasados… ¿Ha sucedido algo así de grandioso o se ha sabido alguna vez de algo semejante? ¿Qué pueblo ha oído a Dios hablarle en medio del fuego como lo has oído tú y ha vivido para contarlo? ¿Acaso hay un dios que haya intentado entrar en una nación y tomarla para sí mediante pruebas, señales, milagros, guerras, actos portentosos y gran despliegue de fuerza y de poder, como lo hizo por ti el Señor tu Dios en Egipto, ante tus propios ojos?… ¡Ojalá tuvieran un corazón inclinado a temerme y cumplir todos mis mandamientos para que a ellos y a sus hijos siempre les vaya bien!” (Deuteronomio 4:31-35, 5:29).
Estas declaraciones emotivas y apasionadas por parte de Dios hacia Su pueblo suben de tono en los escritos de los profetas: “«¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isaías 49:15); “Diles: ‘Tan cierto como que yo vivo, afirma el Señor y Dios, no me alegro con la muerte del malvado, sino con que se convierta de su mala conducta y viva. ¡Conviértete, pueblo de Israel; conviértete de tu conducta perversa! ¿Por qué habrás de morir?’” (Ezequiel 33:11); “»¿Cómo podría yo entregarte, Efraín? ¿Cómo podría abandonarte, Israel? ¿Cómo puedo entregarte como a Admá? ¿Cómo puedo hacer contigo como con Zeboyín? Dentro de mí, el corazón me da vuelcos, y se me conmueven las entrañas. Pero no daré rienda suelta a mi ira ni volveré a destruir a Efraín. Porque yo soy Dios y no hombre, el Santo está entre ustedes; y no iré contra sus ciudades»” (Oseas 11:8-9). Después de todo: “¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito del remanente de su heredad? No estarás airado para siempre, porque tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros. Pon tu pie sobre nuestras maldades y arroja al fondo del mar todos nuestros pecados” (Miqueas 7:18-19), y alcanzan su punto culminante con la venida del Señor Jesucristo, expresión suprema de esta pasión en el pasaje más citado al respecto: “»Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). El Señor Jesús se expresó de manera apasionada en relación con Jerusalén: “»¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!” (Mateo 23:37), e incluso lloró por ella: “Cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella” (Lucas 19:41). Por eso, como lo dice Max Lucado. “La creación más grande de Dios es su plan para llegar a sus hijos. El cielo y la tierra no conocen una pasión mayor”. A la vista de todo lo anterior,el cristiano que comprende esto vivirá siempre su fe de manera fervorosa y apasionada, como Dios lo amerita, conforme a la exhortación del apóstol: “… sirvan al Señor con el fervor que da el Espíritu” (Romanos 12:11)







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