Vista física o visión espiritual parece ser el dilema al que nos veremos tarde o temprano enfrentados. La vista física es, por supuesto, algo muy útil y valioso, pero conlleva el peligro de hacernos creer que, por sí sola, es más que suficiente y nos conduce a asumir inadvertidamente esa filosofía de vida irreal y reducida que afirma “ver para creer”, al mejor estilo de Tomás, el apóstol escéptico reprendido en su momento por el Señor Jesucristo. Porque la realidad visible es tan sólo una pequeña porción de la realidad y no podemos vivir consistentemente apoyados únicamente en lo que podemos ver y experimentar de manera concreta con nuestros sentidos físicos. Hay muchos aspectos de la realidad que no podemos ver o palpar y sin embargo forman parte esencial de nuestras vidas al punto que los damos por sentados y ni siquiera nos detenemos mucho a pensar en ellos ni a comprobar con rigor si tienen todo el fundamento necesario para confiar en ellos. A diario convivimos con expectativas de las que nos sentimos muy seguros a pesar de no haberlas visto todavía cumplidas y estamos convencidos de asuntos que no podemos ver. De hecho la fe se define en el Nuevo Testamento como: “… la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). La visión que la fe otorga es, pues, necesaria y sin tener que reñir por fuerza con la vista física, siempre va más lejos que ella y nos mantiene enfocados en lo importante y lo que vale la pena. Tanto así que: “Donde no hay visión, el pueblo se extravía; ¡dichosos los que son obedientes a la ley!” (Proverbios 29:18)
Donde no hay visión el pueblo se extravía
“Tal vez veamos muy bien con nuestra vista física, pero sin la visión de Dios siempre seremos ciegos espiritualmente extraviados”
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