Antes de que los cristianos fueran llamados así, eran conocidos con el apelativo de “los del Camino”. No es casual que la vida cristiana sea descrita como un peregrinaje emprendido por el creyente desde el momento de su conversión, en condición de extranjero en este mundo, hasta alcanzar la vida eterna en la patria celestial. Pero el objetivo principal de este peregrinaje no es sólo alcanzar la meta, sino también aprender a disfrutar del recorrido. Juan Bunyan escribió su clásica obra, El Peregrino, ilustrando de una manera metafórica y colorida, no sólo la llegada a la patria celestial, sino también y de manera especial, la emoción del recorrido con todas sus vicisitudes, pues, como lo decía Louis L’Amour: “Lo importante no es el fin del camino, sino el camino. Quien viaja demasiado aprisa se pierde la esencia del viaje”. Los judíos de la dispersión, que emprendían cada año el camino a Jerusalén con ocasión de la Pascua, Pentecostés o la fiesta de los Tabernáculos, recorrían la distancia expresando su alegría durante el trayecto por medio de los salmos 120 al 135, llamados por ello “cánticos de los peregrinos”. Y es que sólo quienes aprenden a disfrutar del camino verán en el trayecto el cumplimiento de lo anunciado por el rey David: “Dichoso el que tiene en ti su fortaleza, que sólo piensa en recorrer tus sendas. Cuando pasa por el valle de las Lágrimas lo convierte en región de manantiales; también las lluvias tempranas cubren de bendiciones el valle. Según avanzan los peregrinos, cobran más fuerzas, y en Sión se presentan ante el Dios de dioses” (Salmo 84:5-7)
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