Los ateos que pretenden sacar a Dios a escobazos de Su propio universo expulsándolo por la puerta de atrás, son los mismos que después tienen que volver a meterlo camuflado por la ventana, como de contrabando. Y es que Dios es, desde el punto de vista de la lógica y la razón más rigurosa y elemental, el Ser necesario que explica y le confiere sentido al universo y nos permite alcanzar de él una satisfactoria y bien fundamentada comprensión. Y al negarlo o eliminarlo el universo pierde de tal modo todo su sentido que la única alternativa es traerlo de nuevo o sustituirlo por un impostor de este mundo a quien se le adosan de forma artificial atributos que únicamente Dios posee. Es que Dios es la realidad absoluta e incondicional que explica todo lo que existe otorgándole cohesión y consistencia, de donde si lo suprimimos del cuadro todo amenaza con deshacerse y disgregarse en el sin sentido y la única manera de intentar detener o retrasar este proceso es conferirle el carácter absoluto e incondicional que Dios ostenta a alguna realidad de este mundo. Realidad que termina entonces erigiéndose como un ídolo en franca y abierta competencia con el Dios vivo y verdadero al que pretende sustituir. Así, pues, la paradoja a la que se ve arrojado el ateísmo es que, al negar a Dios y a la religión, lo único que logra es reinaugurar y reabrir de forma paralela la fábrica pagana de ídolos que se creía cerrada y clausurada ya por el pensamiento moderno. Razón de más para sostener que: “Todos los dioses de las naciones no son nada, pero el Señor ha creado los cielos” (Salmo 96:5)
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