La llamada “ley de la siembra y la cosecha” es lapidaria: “No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra. El que siembra para agradar a su naturaleza pecaminosa, de esa misma naturaleza cosechará destrucción; el que siembra para agradar al Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna” (Gálatas 6:7-8). A raíz de esto, se han acuñado algunos refranes populares, como ese que dice que: “Dios no castiga ni con palo ni con rejo”, sino, simplemente, dejándonos cosechar lo que nosotros mismos hemos sembrado. Ahora bien, desde la óptica divina sólo existen dos clases de semilla: la semilla que busca complacer a la carne, y la que busca agradar al Espíritu. No existe tal cosa como “sembrar dinero” para obtener dinero, como lo promulga el nefasto movimiento de la teología de la prosperidad que ha infiltrado a la iglesia evangélica y que hace de quienes lo promueven nuevos vendedores de indulgencias que se enriquecen a costa de la fe incauta de sus crédulos y manipulados fieles, casi al límite del enriquecimiento ilícito y, además de todo, haciendo ostentoso y derrochador alarde de ello. El dinero no es, pues, “semilla” sino la actitud con la que hacemos uso de él. Quien obsequia dinero con actitud generosa y desprendida está, pues, sembrando para el Espíritu, pero el que hace lo mismo con actitud interesada y fríamente calculadora, pensando más en la ganancia que espera obtener de ello que en el beneficio del receptor, está sembrando para la carne. Y en cualquiera de los dos casos, sólo podrá cosechar el fruto de la semilla que sembró y que Dios, que examina los corazones, conoce muy bien.
Cosechando lo que sembramos
“Dios no interviene activamente para castigar el pecado, sino que se hace a un lado para dejarnos cosechar lo que hemos sembrado”
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