Hay un sentido muy razonable en que la salvación es una iniciativa unilateral de parte de Dios y no depende de nosotros, en la medida en que depende más bien y en primera instancia, de su elección soberana al predestinar a los escogidos para salvación, decisión que da inicio a este proceso que, debido justamente al carácter irreversible de su decisión al respecto, tiene el éxito final garantizado, pues lo que Dios comienza lo lleva siempre a feliz término. Pero entre el punto de partida de este proceso, que es la elección soberana de Dios sobre sus escogidos, y su consumación final con la salvación y la bienaventuranza eterna, la voluntad humana también juega un papel determinante en gran medida, desde la decisión de creer y aceptar el evangelio de Cristo, arrepintiéndonos y colocando sin reservas nuestra confianza en lo hecho por Cristo a nuestro favor en la cruz, hasta la perseverancia requerida por parte del creyente actuando en tándem o en estrecha sinergia con el poder de Dios obrando en él para avanzar, día a día, hacia la meta final. Ese es el sentido de exhortaciones puntuales del Nuevo Testamento en relación con nuestra salvación y nuestra responsabilidad en ella, como la que nos dirige Pablo: “Así que, mis queridos hermanos, como han obedecido siempre -no sólo en mi presencia sino mucho más ahora en mi ausencia- lleven a cabo su salvación con temor y temblor” (Filipenses 2:12) y Hebreos diciendo también: “¿cómo escaparemos nosotros si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:3), advertencias que estamos llamados a tomar, pues, muy en serio.
Con temor y temblor
“Así nuestra salvación haya sido ya otorgada por Dios, debemos también llevarla a cabo con reverente entrega, pasión y compromiso”
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