Charles Dickens dijo que “El hombre es un animal de costumbres”. Siendo así, nuestra disyuntiva es, entonces, qué costumbres o hábitos vamos a cultivar: los buenos o los malos, el pecado o la virtud. Sobre todo, teniendo en cuenta que la experiencia humana parece demostrar que los malos hábitos se hallan arraigados de manera innata en nuestra naturaleza, de modo que no tenemos que hacer esfuerzos para adquirirlos, sino que, por el contrario, lo que debemos hacer es esforzarnos para no caer en la inercia que nos conduce a ellos, como a los antiguos israelitas que, según el autor sagrado: “Hasta el día de hoy persisten en sus antiguas costumbres. No adoran al Señor ni actúan según sus decretos y sus normas…” (2 Reyes 17:34). Por eso, debido a nuestra condición caída, y al margen de las ventajas que la fe nos concede, lo cierto es que el pecado como hábito es algo que nosotros mismos adquirimos en el transcurso de nuestra vida y que, ciertamente, de no intervenir la gracia de Dios, es prácticamente imposible de revertir. La fe nos capacita, por tanto, para que podamos elegir la virtud e ir haciendo de ella un hábito o costumbre que podemos esforzarnos crecientemente por adquirir. Es propiamente en el contexto de la fe que lo dicho por Aristóteles tiene un consistente cumplimiento práctico, pues sin perjuicio de nuestra condición de justos que Dios nos otorga mediante la fe en él: “La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia”, en línea con la declaración del apóstol: “Con este fin trabajo y lucho fortalecido por el poder de Cristo que obra en mí” (Colosenses 1:29)
Con este fin trabajo y lucho
“Actuar correctamente se convierte en una costumbre para el creyente en la medida en que recibe de Dios más poder para lograrlo”
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