Volviendo sobre la especial dignidad del ser humano como la criatura culminante de la creación de Dios, hecho a Su propia imagen y semejanza, es conveniente recordar que esta imagen no tiene que ver con los aspectos materiales del ser humano asociados al cuerpo con sus órganos y miembros ni su apariencia física, como lo afirman a veces de manera simplista y equivocada personas poco ilustradas que interpretan literalmente el lenguaje antropomórfico utilizado en la Biblia para referirse a Dios y permitirnos comprender de una manera gráfica lo que Él quiere revelarnos, como si Él, en efecto, tuviera un cuerpo como el nuestro, sin perjuicio de la encarnación del Verbo Divino como hombre en la persona de Cristo. Porque la esencia de Dios es espiritual y si la Biblia dice de Él que oye y ve como nosotros, no significa que tenga ojos y oídos, y cuando habla de su mano, es simplemente para indicar su poder y su capacidad de hacer lo que desea y nada más. Por eso la semejanza del hombre con Dios radica en nuestra condición personal. Una condición de orden espiritual básicamente que incluye nuestra capacidad de razonar y expresar nuestros pensamientos por medio del lenguaje articulado en palabras, una conciencia clara y distinta de nosotros mismos, es decir de nuestra individualidad, un sentido del bien y del mal, una voluntad libre y autodeterminada capaz de responder por nuestros actos y la capacidad de amar. Todo lo cual Dios también ostenta de manera superlativa y nos permite unirnos con Él, como lo declara el apóstol: “Y en unión con Cristo Jesús, Dios nos resucitó y nos hizo sentar con él en las regiones celestiales” (Efesios 2:6)
Con Cristo en los lugares celestiales
“A pesar de la abismal diferencia entre criatura y Creador, la imagen de Dios que ostentamos hace posible nuestra unión con Cristo”
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