Más allá de garantizar la resurrección final de los creyentes prometida por el Señor a los suyos, la resurrección de Cristo demuestra la magnitud del incomparable poder de Dios por el cual no hay nada que sea imposible para Él. Un poder que opera ahora y de manera continua, sutil, sabia y dosificada en la vida de todos los creyentes sin excepción y que nos permite descansar en la firme convicción y certeza de que nuestro Dios es más poderoso que el que está en el mundo y que si Dios está de nuestra parte no hay nadie que pueda estar en contra nuestra, pues Él ya nos ha hecho más que vencedores en Cristo. Un poder que llevó al apóstol Pablo a perder con gusto todo aquello que para él era ganancia: “… a fin de… experimentar el poder que se manifestó en su resurrección…” (Filipenses 3:10) y a orar para que la iglesia adquiriera conciencia plena de este poder, pidiendo a Dios que todos los creyentes llegáramos a saber “… cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Efesios 1:19-20). Un poder que nos capacita para enfrentarnos con ventaja a toda clase de situaciones adversas y para salir airosos de toda suerte de pruebas de modo que podamos perseverar hasta el fin en la fe, comportándonos de una manera digna del llamado que hemos recibido, marcando diferencias visibles y evidentes con el comportamiento de los no creyentes que carecen de este poder obrando a su favor.
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