Recapitulando lo dicho en un par de segmentos anteriores, la condición del no creyente en el mundo es virtualmente la de un prisionero sentenciado a muerte que, esclavizado por el pecado, espera la ejecución definitiva de su sentencia condenatoria. Pero al creer en Cristo en la conversión es liberado de tal manera que, aunque continúa en el mundo, ya no pertenece a él, pero debe aún permanecer en él en una nueva condición: la de centinela. En las antiguas ciudades amuralladas del Antiguo Testamento el oficio y la actividad del centinela eran absolutamente necesarios para advertir con tiempo a sus habitantes acerca de algún evento inminente que pudiera afectar drásticamente sus vidas favorable o desfavorablemente. De ahí que el Señor acudiera a esta realidad tan conocida para transmitir e ilustrar gráficamente verdades espirituales a su pueblo. En este sentido el profeta era por excelencia el centinela de Dios. Pero el Nuevo Testamento incluye a todos los creyentes en Cristo dentro del grupo de hombres que, como los centinelas del Antiguo Testamento, están siempre vigilantes, esperando pacientemente la venida del Señor al tiempo que la anhelan con fervor. Esta actitud se asocia especial, aunque no exclusivamente, con la perseverancia en la oración que debe caracterizar al creyente de tal modo que en ésta como en todas las demás actividades de su vida el auténtico cristiano debe estar en condiciones de exclamar junto con el salmista: “Espero al Señor con toda el alma, más que los centinelas la mañana. Como esperan los centinelas la mañana” (Salmo 130:6)
Centinelas esperando el regreso del Señor
“Los cristianos somos prisioneros liberados convertidos en atentos centinelas que esperan y anhelan el regreso de su libertador”
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