Dios se sirvió de mensajeros humanos para entregar su revelación a la humanidad, en quienes, mediante Su Espíritu y de manera sutil pero de cualquier modo sobrenatural, inspiró con exactitud ─palabra por palabra y en su totalidad─ los contenidos de las Escrituras, sin anular la personalidad de sus autores humanos ni dejar de lado sus experiencias. Esto es lo que se conoce como la doctrina verbal y plenaria de la inspiración de la Biblia que le confiere toda su autoridad y su condición de último tribunal de apelación y norma de vida para los creyentes en la convicción de que la Biblia es, por esta razón, infalible e inerrable, es decir que no contiene errores ni faltas a la verdad y cumple siempre el propósito para el cual fue enviada, pues: “así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos” (Isaías 55:11). Así, pues, una vez dada la revelación, ni siquiera sus autores humanos, los profetas en el Antiguo Testamento ni los apóstoles en el Nuevo, por insignes y reverenciados que puedan ser, podían modificarla posteriormente a voluntad, a la manera de los “nuevos iluminados” o líderes de sectas que determinan de manera caprichosa lo que deben creer sus alienados adeptos, pues los mismos apóstoles dejaron establecido que, en lo que a ellos respecta, el mensaje tiene prioridad aún por encima del mismo mensajero, que debe entonces someterse y subordinarse también al mensaje proclamado. Por eso: “… aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les predicara un evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo maldición!…” (Gálatas 1:8-9)
Aun si un ángel del cielo
“Bíblicamente hablando, en la llamada ‘sucesión apostólica’ el mensaje siempre tendrá prioridad aún por encima del mensajero”
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