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Conferencias

La teología de la prosperidad y el movimiento de la fe

En amplios sectores de las iglesias protestantes y asociada estrechamente a las megaiglesias y al movimiento pentecostal han hecho carrera dos corrientes de pensamiento que, sin incurrir abiertamente en herejía ꟷpues no lesionan ninguno de los aspectos de la sana doctrina contenidos y sintetizados en los tres credos de la iglesia primitivaꟷ, sí son preocupantes y requieren una constante vigilancia por su potencial para llegar a desviar y a convertir a las iglesias que los suscriben en un motivo de escándalo para el mundo y una fuente de condenables herejías desde el punto de vista doctrinal. Se trata de las designadas respectivamente como la “teología de la prosperidad” y su habitual acompañante el “movimiento de la fe”.

Ambos han sido documentados en detalle y denunciados por autores como Dave Hunt y T. A. McMahon en el libro La seducción de la cristiandad y Hank Hannegraaf, autor de Cristianismo en crisis, libros en los que se traza mayormente el origen externo y la infiltración del movimiento de la fe en la iglesia evangélica y se identifican a sus principales exponentes en la historia reciente, muchos de ellos famosos ministros y predicadores de megaiglesias de la órbita pentecostal con acceso a los medios masivos de comunicación, lo que hace mucho más peligrosa su influencia al disponer de estas tribunas para divulgar sus ideas a los cuatro vientos. Ambos libros tienen secuelas, en el primer caso el libro titulado Más allá de la seducción y en el caso de Hanegraaf, una actualización revisada titulada Cristianismo en crisis siglo XXI.

En cuanto a la “teología de la prosperidad”, esta teología pone en evidencia una escandalosa crisis por la que está pasando una buena proporción de la iglesia actual. Crisis que el pastor brasileño Caio Fabio abordó y denunció a su vez hace ya más de veinte años en el título de su libro La crisis de ser y de tener. Este es tal vez uno de los puntos ciegos más notorios que afectan a la cristiandad actual y que justifican la siguiente advertencia hecha en el evangelio por el Señor Jesucristo: “»¡Tengan cuidado! ꟷadvirtió a la genteꟷ. Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes” (Lucas 12:15).

La crisis en cuestión consiste, pues, en cambiar el ser por el tener. Es decir, hacer depender la identidad y el valor de cada individuo humano de la cantidad de bienes que posee. Esta es una tentación que acecha en mayor o menor grado a todos los seres humanos sin excepción, hallándose muy arraigada en el pensamiento secular desde tiempos ancestrales, pero que está haciendo presa cada vez más de la iglesia llamada a combatirla, que pretende de este modo servir a Dios y a las riquezas, haciendo caso omiso a la advertencia del Señor en el evangelio: “»Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).

Visto así, los enfrentamientos ideológicos, políticos y económicos del siglo XX y comienzos del XXI son todos, en el fondo, lo mismo, pues todos ellos terminan sirviendo a las riquezas y no a Dios, a pesar de sus cacareadas diferencias y oposiciones en la superficie. En efecto, estos enfrentamientos han sido entre la derecha y la izquierda, entre la democracia y el totalitarismo, entre el capitalismo y el socialismo. Pero en realidad no importa en dónde nos ubiquemos entre estos distintos polos, todos estos enfoques terminan sacrificando en la práctica el ser por el tener al explicar la vida y la misma historia humana apelando a meros cálculos económicos, haciendo de los bienes materiales un fin y no un medio y reduciendo al ser humano a una simple totalidad cuantificable y acumulativa de bienes de consumo, al margen de cómo se distribuyan, dándole la razón a esa canción que en uno de sus versos dice: “Amigo cuánto tienes, cuánto vales; principio de la actual filosofía”. Pero la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes. Es decir que no depende de lo que tiene. Depende de lo que es. Dicho de otro modo, depende de su identidad.

En el libro El Reto de Dios se hace alusión a la triple negación que el apóstol Pedro hizo del Señor designándola como el “síndrome de Pedro”. En efecto, Pedro fue en su momento víctima de este mal cuando, al ser interrogado por quienes lo reconocieron y le preguntaron si él era uno de los seguidores de Cristo, respondió: “no lo soy” (Juan 18:17). El negó su identidad. Y cuando uno niega su identidad, termina sin conocer ni saber nada, como lo indican las otras dos negaciones del apóstol: “no lo conozco” (Marcos 14:68) y “No sé” (Mateo 26:70). Es que cuando negamos lo que somos; pronto estaremos a la deriva sin conocer de dónde venimos ni para donde vamos, y sin saber tampoco lo que debemos hacer y lo que podemos esperar en la coyuntura en la que nos encontramos. Por eso es urgente superar el síndrome de Pedro, ya que hoy: “… más que nunca, necesitamos… Ser… conocer… y saber”, pero no necesariamente tener. Cristo vino a restaurar la identidad de la humanidad para que pudiéramos declarar con el apóstol Juan: “Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios…” (1 Juan 3:2). Lo esencial y necesario es la identidad, todo lo demás es anecdótico y contingente. Pero hoy en la iglesia muchos están más obsesionados con el tener que con el ser. Marcos Vidal decía en una de sus canciones, comparando a la iglesia primitiva con la iglesia actual: “Antes tenían todo en común, y oraban en la noche, hoy compiten por saber quien tiene, mejor casa y mejor coche”.

El consumismo flagrante, una de las formas más groseras del materialismo que no respeta ideologías, ha hecho presa de la Iglesia. Ese consumismo tan bien descrito como: “comprar cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para impresionar a personas a las que no les importamos”, dando lugar al “imperio de lo efímero” y a la “seducción de la novedad y la sustitución”. En efecto, queremos tener, más que ser. Los que no tienen quieren tener, pero aun los que tienen, quieren tener más como si eso determinara quienes son. Ahora bien, la prosperidad no riñe con la práctica cristiana, pero en la perspectiva de Dios la prosperidad es mucho más que simplemente tener bienes de fortuna. La Biblia define la riqueza con criterios diferentes a los nuestros. Por eso, conviene poner las cosas en orden. Existe, por una parte, un segmento de la cristiandad que suscribe y predica ꟷpor lo menos sobre el papelꟷ una teología de la pobreza bajo la equivocada creencia de que el dinero como tal es condenado por Dios. Que es la raíz de todos los males, el estiércol del diablo, tal vez a causa de ligeras y equivocadas interpretaciones de versículos bíblicos sacados de contexto. Pero analizado el tema con detenimiento, salta a la vista que en el Antiguo Testamento la prosperidad material era considerada como una señal de la bendición de Dios.

Y aquí surge entonces otra interpretación equivocada y alterna de este asunto. Un amplio segmento de la iglesia ubicado en el extremo contrario del espectro se apoya en esto para sostener la “teología de la prosperidad” en cuestión, que afirma que es un derecho del cristiano poseer abundantes bienes de fortuna, presuntamente como consecuencia inevitable de la bendición de Dios sobre su vida. Pero el problema es que aquí se está limitando el concepto bíblico de prosperidad únicamente a su componente material, que no es el principal de sus componentes desde la perspectiva bíblica, siendo tal vez el menos importante si nos atenemos a la oración del apóstol: “Querido hermano, oro para que te vaya bien en todos tus asuntos y goces de buena salud, así como prosperas espiritualmente” (3 Juan 2). La prosperidad espiritual es, pues, la pauta y el referente para la verdadera prosperidad en la Biblia. Todo lo demás gira alrededor de ella y depende de ella.  Por eso, el no contar con bienes de fortuna no indica necesariamente desaprobación de parte de Dios ꟷcomo lo sostiene de forma implícita o explícita la teología de la prosperidadꟷ pues hay otros bienes espirituales intangibles e inapreciables que constituyen esos: “… tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar” (Mateo 6:20) de los que habló el Señor en el Sermón del Monte.

Alguien dijo con gran acierto que no debemos medir nuestras riquezas por el dinero que poseemos, sino más bien por las cosas que poseemos que jamás cambiaríamos por dinero. Esto explica las paradójicas declaraciones del libro de los Proverbios, donde leemos: “Hay quien pretende ser rico, y no tiene nada; hay quien parece ser pobre, y todo lo tiene” (Proverbios 13:7), que ratifican lo dicho y que nos permiten también comprender cabalmente el sentido de lo hecho por Cristo a nuestro favor: “Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Corintios 8:9). Después de todo la riqueza material puede tornarse muy incierta, como lo dijo Thomas Fuller: “La riqueza se consigue con dolor, se conserva con preocupación y se pierde con pesadumbre”. Y si bien la Biblia no condena las riquezas por sí mismas, sino que en un significativo número de casos las considera expresamente una bendición de Dios; al mismo tiempo nos advierte sobre los peligros a los que nos expone la ambición, la avaricia y la codicia: “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la ruina y en la destrucción. Porque el amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe y se han causado muchísimos sinsabores” (1 Timoteo 6:9-10).

Billy Graham decía con escueta precisión que el dinero es muy bueno como siervo, pero muy malo como amo. Porque el asunto es que el Señor Jesucristo no nos pide necesariamente que nos despojemos de los bienes materiales para seguirlo. Lo que él nos pide es que nos despojemos del amor y el apego a los bienes materiales. Porque no podemos servir a dos señores. No podemos servir a Dios y a las riquezas, aludidas por Cristo en el evangelio apelando en el griego original a la palabra mammón, la personificación de la riqueza y la codicia. De hecho, la Biblia afirma expresamente que la avaricia es idolatría. Es el becerro de oro erigido en el corazón de la persona, desplazando a Dios de este lugar. A pesar de todo, Dios no condena el dinero por sí mismo. Lo único que Él quiere es que nuestras prioridades estén en orden al respecto.

Él quiere que seamos y no propiamente que tengamos. Que busquemos primeramente el reino de Dios y su justicia, con la garantía divina de que si lo hacemos así, todos los bienes materiales necesarios para nuestra vida terrenal nos serán añadidos, en algunos casos inclusive de manera abundante y con solvencia, para que los disfrutemos, pero también para que los compartamos con los que no tienen: “A los ricos de este mundo, mándales que no sean arrogantes ni pongan su esperanza en las riquezas, que son tan inseguras, sino en Dios, que nos provee de todo en abundancia para que lo disfrutemos. Mándales que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, y generosos, dispuestos a compartir lo que tienen” (1 Timoteo 6:17-18), recordándonos solemnemente que “… aunque se multipliquen sus riquezas, no pongan el corazón en ellas” (Salmo 62:10), sino que más bien atesoremos en el cielo, que es más seguro, conveniente y benéfico.

Y aquí debemos detenernos en un asunto muy sensible y particular. La condición económica de un buen número de pastores al frente de las megaiglesias, en especial del ámbito pentecostal. Porque la vocación y el llamado pastoral no compaginan mucho con la riqueza material. O como lo dice Caio Fabio en su libro: “No hay nada malo en que algunos hombres ricos se transformen en hombres de Dios. Pero está mal que algunos hombres de Dios se transformen en ricos”. El contentamiento es una virtud cristiana de la cual los pastores en particular deberían dar ejemplo. Así se expresó al respecto Pablo en su primera epístola pastoral dirigida al joven Timoteo: “Es cierto que con la verdadera religión se obtienen grandes ganancias, pero sólo si uno está satisfecho con lo que tiene. Porque nada trajimos a este mundo, y nada podemos llevarnos. Así que, si tenemos ropa y comida, contentémonos con eso” (1 Timoteo 6:6-8). Pero tampoco es conveniente convertir el contentamiento en resignación y conformismo. Caio Fabio dice en su libro otra cosa con la que debemos estar de acuerdo: “Yo no quiero predicar un modelo pastoral sufriente. ¡Para nada!… vivo, y me gusta vivir, confortablemente… no abogo por nada que evoque un sufrimiento voluntario y medieval. Sería hipocresía”, añadiendo luego: “Pero lo que quiero señalar es que todo ese confort de vida no puede constituir la motivación ni la marca de un ministerio fructífero”.

No todo es, pues, malo en la justamente cuestionada teología de la prosperidad. Hay algunas cosas rescatables en ella. En palabras de Caio Fabio: “… tiene… cosas positivas… de modo que la existencia humana rompa el círculo de la mediocridad inmediata… produce un efecto positivo cuando se la incluye dentro del contexto total de la palabra de Dios”. Algo que lamentablemente no sucede con frecuencia, por lo cual es necesaria la siguiente salvedad por cuenta del mismo autor: “Pero también… puede resultar desastrosa cuando el énfasis se coloca por encima de todo en el tener y no en el ser”. El problema con esta teología es, entonces, que aunque comience bien y con las mejores intenciones, siempre termina mal, puesto que: “La teología de la prosperidad resulta muy interesante en un comienzo, pero luego se la descubre llena de atropellos y chocantes demostraciones de fe. En el proceso, a causa de su triunfalismo, se vuelve agresiva y pierde la sinceridad que le debe a Cristo… nunca ha sido capaz de generar una iglesia rica y solidaria. Siempre produjo una iglesia triunfalista, obsesionada por el poder y alienada de la infelicidad del resto del planeta”.

A la sombra de esta teología cada vez hay más pastores que son estrellas rutilantes del evangelio. Miembros del jet set y la farándula eclesiástica a los que sus fieles miran de lejos, pues viven en mansiones, andan en carros ostentosos y con toda una cohorte de guardaespaldas que impiden el acceso a ellos de los miembros comunes de su iglesia. Por cuenta de esta teología el modelo pastoral está en crisis y ha trastocado las expectativas bíblicas del pastorado auténtico. Ya hace más de 20 años que Caio Fabio anunció proféticamente que si estas tendencias continuaban: “… Tendremos templos llenos de gente y una sociedad vacía de Dios, repleta de miseria, maldad y muerte. Los templos estarán atestados, pero el país vacío de Dios y lleno de iniquidad… Tendremos una generación de cristianos absolutamente irresponsables, que no asumirán su responsabilidad frente a nada, porque para ellos la culpa de todos y de todo la tiene el diablo… Tendremos una iglesia que llevará la Biblia, pero no será conducida por la palabra de Dios… Tendremos una iglesia inmadura, que intentará tomar el poder político de la nación pero perderá el poder de ministrar a la nación… Tendremos una iglesia sin ética, que enseñará acerca de los medios para ser bendecida y prosperada materialmente, sin que eso implique una conversión moral amplia y profunda”.

El diagnóstico hecho por Max Lucado sobre las causas de las quejas de muchos de los creyentes actuales en la iglesia es bien revelador de la crisis que nos ocupa: “Tus quejas no son por la falta de cosas necesarias, sino por la abundancia de beneficios… por los lujos, no por lo básico; por los beneficios, y no por lo esencial. La fuente de tus problemas son tus bendiciones”. Y es que, en realidad, nada de lo que consideramos nuestro es realmente nuestro, por lo que la misma idea de propiedad no deja de ser engañosa y constituye una estrategia del diablo para desviarnos de la verdad, como lo señalaba C. S. Lewis en sus Cartas del diablo a su sobrino, en donde leemos en boca de un demonio: “Los humanos siempre están reclamando propiedades que resultan igualmente ridículas en el Cielo y en el Infierno, y debemos conseguir que lo sigan haciendo… hemos enseñado a los hombres a decir «mi Dios» en un sentido realmente no muy diferente del de «mis botas», significando «el Dios a quien tengo algo que exigir a cambio de mis distinguidos servicios y a quien exploto desde el púlpito»”, o dicho de otro modo, el Dios de mi propiedad. El Dios de quienes sirven a Mammón y enfocan la fe en el tener y no en el ser.

Finalmente, es por todo lo dicho que debemos reiterar siempre que la vida de una persona no consiste en la abundancia de sus bienes. Consiste más bien en el valor que Dios concede a cada individuo humano por el simple hecho de serlo y ostentar en sí mismo la imagen y semejanza divinas. El mismo valor que lo llevó a hacerse hombre como nosotros y a morir voluntariamente en la cruz para pagar con su propia sangre por todos nosotros, redimiéndonos y haciéndonos suyos nuevamente en condición de hijos de Dios. Y si creemos y confiamos con arrepentimiento y humildad en lo hecho por Él a nuestro favor, podremos llegar a ser hijos de Dios: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12). Porque ser es una necesidad. Tener es sólo una posibilidad. No debemos olvidarlo.

La teología de la prosperidad nos arroja, además, al engaño de asumir la vida cristiana de manera triunfalista, como si gracias a la fe ya estuviéramos por encima del bien y del mal en este mundo y de las luchas que esta vida siempre problemática en mayor o menor grado nos depara, conforme a la declaración de Cristo en el sentido de que en este mundo tendremos aflicción, poniendo en evidencia la falsedad de una teología que hace de la prosperidad material y de la salud física la finalidad de la vida cristiana y el derecho de cada creyente, de modo que no disfrutar de ambas sería una señal de no contar con el favor de Dios, ya sea por algún pecado encubierto o por falta de fe o por ambos, reforzando así el evangelio del sueño americano que hace de los valores y aspiraciones de las familias de clase media profesional el ideal de la vida cristiana.

Los promotores de la teología de la prosperidad y del movimiento de la fe no hacen más que comercializar la fe en aras de la prosperidad material y traficar con ellas, manipulando y retorciendo la llamada “ley de la siembra y la cosecha” que, si bien es lapidaria: “No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra. El que siembra para agradar a su naturaleza pecaminosa, de esa misma naturaleza cosechará destrucción; el que siembra para agradar al Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna” (Gálatas 6:7-8), es por completo malinterpretada por estos personajes, pues desde la óptica divina sólo existen dos clases de semilla: la semilla que busca complacer a la carne, y la que busca agradar al Espíritu. No existe tal cosa como “sembrar dinero” para obtener dinero, como lo promulga la teología de la prosperidad, haciendo de los dirigentes eclesiásticos que así lo promueven nuevos vendedores de indulgencias que se enriquecen a costa de la fe incauta de sus crédulos y manipulados fieles, casi al límite del enriquecimiento ilícito y, además de todo, haciendo ostentoso y derrochador alarde de ello. El dinero no es, pues, “semilla” sino la actitud con la que hacemos uso de él. Quien obsequia dinero con actitud generosa y desprendida está, pues, sembrando para el Espíritu, pero el que hace lo mismo con actitud interesada y fríamente calculadora, pensando más en la ganancia que espera obtener de ello que en el beneficio del receptor, está sembrando para la carne. Y en cualquiera de los dos casos, sólo podrá cosechar el fruto de la semilla que sembró y que Dios, que examina los corazones, conoce muy bien.

En cuanto al “movimiento de la fe”, habitual acompañante de la “teología de la prosperidad”, parece en principio muy correcto enfatizar la necesidad de la fe en el contexto de la iglesia y la invitación a acrecentarla. Pero no al margen de Dios y debidamente subordinada a Él. Por eso, si como cristianos hemos de devolverle a la fe el lugar que le corresponde, no podemos hacerlo simplemente estimulando una idolatría de la fe, como la que caracteriza a este movimiento que gana fuerza en la iglesia de la mano de los llamados “motivadores” que vienen sustituyendo en el púlpito a los antiguos predicadores. Definitivamente, en el cristianismo la fe no es algo desarticulado, ambiguo y sin dirección, sino que, por el contrario, tiene un término y un contenido claramente definido, como lo indicó el Señor Jesucristo: “Tengan fe en Dios” (Marcos 11:22). Debemos, pues, denunciar y combatir la promoción de una fe sin contenido específico como la que se viene haciendo en la actualidad en círculos cristianos por cuenta del movimiento de la fe, como si la fe fuera un molde que funciona por sí mismo, independiente de lo que contenga.

Una fe que puede prescindir de Dios impunemente o, peor aún, que hace de Dios nuestro sirviente, obligado a concedernos todas las cosas en las que creamos con la fuerza suficiente, incurriendo de lleno en las actitudes mágicas y en un grosero y condenable utilitarismo. Esta no es fe en Dios, sino fe en la fe. No sobra entonces especificar un poco el contenido exacto de la fe cristiana: “Esta es la obra de Dios: que crean en aquel a quien él envióles respondió Jesús” (Juan 6:29), ampliada con mayor detalle en el cierre de este mismo evangelio por el apóstol Juan: “Jesús hizo muchas otras señales milagrosas en presencia de sus discípulos, las cuales no están registradas en este libro. Pero estas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengan vida” (Juan 20:30-31). Porque ante este panorama, la pregunta abierta que el Señor Jesucristo nos dirige adquiere toda su vigencia: “… cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lucas 18:8).

En realidad, el movimiento de la fe no es más que la infiltración del movimiento secular de la autoayuda en el campo de la iglesia. Un movimiento variopinto que se alimenta de las filosofías propias de las religiones del Lejano Oriente mezcladas con la ciencia occidental y con motivos y principios auténticamente cristianos. Recordemos, entonces, que uno de los legados de la modernidad fue el haber otorgado a la psicología el reconocimiento pleno como ciencia gracias, en gran medida, a los estudios sobre psicología profunda llevados a cabo por Freud y los más destacados exponentes de las diferentes escuelas psicoanalíticas surgidas en Viena y las terapias resultantes de cada una de estas escuelas.

En la posmodernidad estas tendencias han seguido presentes, pero dando continuidad en un nivel más popular y asequible a las terapias psicoanalíticas, como resultado de lo cual ha visto entonces el surgimiento cada vez más explosivo de todo un movimiento que, prescindiendo ya del terapeuta de turno, pretende poner al alcance de todo el que lo desee los principios terapéuticos dominados anteriormente tan sólo por estos especialistas. Así, estamos siendo testigos de una moda global que ha dado lugar a seminarios, charlas, conferencias, talleres, libros y a todo un movimiento casi industrial por cuenta de muchos “calificados” expertos conocedores de estos principios en el también llamado “coaching”, que se enriquecen divulgándolos y disertando alrededor de ese propósito que podríamos muy bien designar como la “autoayuda”. Expertos que, mirados con objetividad, lo único que hacen en buena parte de sus exposiciones es plagiar y secularizar principios ya probados y eficaces que han estado siempre en la Biblia sin darle el crédito correspondiente y sin pagar derechos de autor.

Se ha llegado incluso a afirmar en respaldo de este movimiento que Dios nos anima diciéndonos: “Ayúdate que yo te ayudaré”, lema muy popular pero engañoso que muchos han llegado a pensar que se encuentra textualmente en las Biblia misma. Pero nada hay más equivocado. No sólo porque esta frase no se encuentra de ningún modo en la Biblia, sino también porque la idea que transmite es contraria a ella, pues presume equivocadamente, no sólo que podemos ayudarnos a nosotros mismos, sino también que una vez que lo intentamos, Dios entonces refuerza nuestra intención poniendo también sus recursos al servicio de aquella. Ahora bien, es cierto que la Biblia y la historia documentan de sobra multitud de ocasiones en que Dios acude en ayuda de los suyos, pero Dios no ayuda a quien no se rinde primero por completo a Él con humildad, arrepentimiento y fe, reconociendo al mismo tiempo su impotencia al actuar con independencia de Él.

No se trata, pues, de pretender alinear a Dios con nuestros deseos y propósitos egoístas, sino de rendirnos nosotros a Él reconociendo nuestra radical impotencia para, una vez redimidos y facultados por Él, alinearnos nosotros con sus propósitos más elevados, ahora sí con toda la ventaja de nuestro lado para llevarlos a feliz término. Bien se dice que el mundo llama a los capacitados pero que Dios capacita verdaderamente a los llamados. En efecto, cualquier capacidad o competencia que poseamos no es, entonces, mérito nuestro, sino de Dios. Es por eso que la moda actual de la autoayuda ꟷy el estrechamente relacionado movimiento de la fe en la iglesiaꟷ en último término no es más que un espejismo condenado a la desilusión y al fracaso, en la medida en que estas iniciativas se emprenden sin reconocer nuestra impotencia ante Dios rindiéndonos por completo a Él, para únicamente así poder recibir de su mano las facultades de las que carecemos. Bien lo dijo el profeta: “… ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor!” (Jeremías 17:5).

Walker Percy lo resume de este modo: “Uno no puede ayudarse a sí mismo. Esa es la mala noticia, el común denominador de la humanidad y el elemento definitorio de la tragedia moderna. Los que persisten en creer que el yo puede de veras ayudarse a sí mismo, inevitablemente perderán la esperanza, porque están comprando ilusiones”. A manera de ilustrativo ejemplo, una de las manifestaciones más claras del movimiento de autoayuda sutilmente presentada con un rótulo cristiano por el movimiento de la fe es la llamada “confesión positiva”, respecto de la cual el ya fallecido evangelista David Wilkerson dijo con incisiva y mordaz precisión que: “La iglesia antes confesaba sus pecados, ahora confiesa sus derechos”. Ciertamente, la sobredimensionada noción secular de la autoestima o amor propio ha terminado promoviendo también en la iglesia la idea de que toda palabra, idea o pensamiento que conlleve la exaltación del ego, es siempre buena, constructiva y recomendable. Bajo esta creencia ha llegado a afirmarse que toda expresión hablada debe ser “positiva”, entendiendo por “positivo” todo lo que enaltezca el “yo” y contribuya así, supuestamente, a la realización personal de la persona.

Y es que hoy por hoy en la iglesia tanto como en el mundo, parafraseando a Patrick Henry, patriota de la revolución de los Estados Unidos especialmente recordado por su famoso discurso que lleva como título Dadme la libertad o dadme la muerte, el reclamo que caracteriza a la sociedad actual es más bien ¡Dadme la autoestima o dadme la muerte! Ahora bien, debemos reconocer que el sentido que tenemos de nuestro valor como personas puede afectar negativa o positivamente nuestro desempeño en la vida y nuestras relaciones con los demás. La correcta autoestima es, entonces, necesaria y hay que cultivarla y promoverla en todos los seres humanos. Pero ésta no es ni mucho menos la meta de la vida humana desde la óptica cristiana.

Porque de convertirla en el fin de la vida humana al margen de Dios o, peor aún, haciendo de Dios un mero medio para alcanzarla, estaremos proveyendo una cobertura y aprobando tácitamente el pecado del orgullo que se suele enmascarar bien en la promoción a ultranza de la autoestima. Y el orgullo que se hace pasar por autoestima es un ídolo condenado a derrumbarse estruendosamente. Y cuanto antes se derrumbe, mejor, pues éste fue el pecado de Satanás por excelencia y el veneno que se halla detrás de la ancestral mentira con la que este personaje llevó a la caída a nuestros primeros padres, Adán y Eva y, con ellos, a la humanidad entera: ser como Dios.

Recordemos, pues, para concluir, que ser como el Dios Creador ha sido el más ancestral y pecaminoso engaño en el que han caído las criaturas que comparten con Dios la condición de personas: ángeles y seres humanos indistintamente. En lo que respecta a los seres humanos, esta absurda aspiración halló su más grosera y acabada expresión en el culto que los pueblos de la antigüedad le rindieron a sus gobernantes, comenzando por los faraones de Egipto y terminando con los emperadores romanos, pasando por los soberanos persas. La Biblia no da pie a la deificación humana, ni después de la muerte ni mucho menos en vida, no sólo por ser una pretensión altiva y ofensiva hacia Dios, sino también por ser absolutamente contraintuitiva, es decir por ir en contravía con los hechos, la experiencia humana y el sentido común.

No tener esto en cuenta ha hecho que incluso grupos autodenominados “cristianos”, como los mormones, hayan terminado promoviendo la herejía de la deificación de los creyentes, asociada también a las versiones más extremas del movimiento de la fe, tan característica del paganismo antiguo y moderno, presente también en algunas de las más populares versiones de ese movimiento sincrético actual conocido como la “nueva era”. La verdad lisa y llana es que todo intento por divinizar al ser humano en cualquier forma ha terminado en un estruendoso fracaso, tanto para quienes rinden este culto, como para quienes lo reciben, haciendo entonces más peligroso al movimiento de la fe de lo que en principio podría parecer.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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