¿Razones intelectuales, emocionales o volitivas?
Debo comenzar esta conferencia, antes que nada, dándole el crédito al libro del mismo nombre del escritor y pensador francés Ignace Lepp, ex comunista y ateo, ordenado sacerdote luego de su conversión al catolicismo y también psicólogo y psicoanalista; en cuyos contenidos debidamente seleccionados me apoyaré para desarrollarla, aunque algunas de sus apreciaciones en cuanto al contexto social en que fue escrito ꟷa comienzos de la segunda mitad del siglo XX (1963 para ser exactos)ꟷ, registradas en la introducción, sin dejar de ser profundas y esclarecedoras sobre al ateísmo, deben ser revisadas y ajustadas, pues ya no tienen la misma vigencia a mediados de la primera mitad del XXI. Sea como fuere, en mi convicción expresada en otras de las conferencias publicadas en Creer y comprender y en los cursos que dicto habitualmente sobre temas cristianos de que a estas alturas de la historia el ateísmo carece de sentido ꟷlo cual está lejos de afirmar que va a desaparecerꟷ, quiero destacar aquí cómo las razones para que el ateísmo siga vivo, a pesar de todo, no son fundamentalmente de carácter racional, como los ateos suelen casi siempre afirmarlo y presentarlo de forma aséptica y dogmática, sino de otra índole, casi siempre de carácter emocional y volitivo, razones que se encuentran en el trasfondo como su verdadera causa, encubiertas y enmascaradas por un barniz intelectual, a veces sin que los mismos ateos sean del todo conscientes de ellas.
Lepp comienza incidentalmente poniéndose él mismo como ejemplo, en primer lugar de que: “la gran mayoría de los ateísmos pretende ser racionalista” (incluyendo el suyo, por supuesto), para irnos revelando su descubrimiento de que: “son raros los incrédulos actuales, sobre todo entre los hombres cultos, que lo son por motivos rigurosamente racionales. Los argumentos racionalistas contra la religión solo les parecen por lo general probatorios porque poseen para no creer razones de orden existencial”. En su caso lo ilustra con su condición de ateo comunista militante antes de su conversión al cristianismo, luego de adoptar, suscribir y defender durante su juventud la ideología marxista que adoptó prácticamente como su religión de una manera más pasional que intelectual, renunciando en buen grado incluso a su capacidad crítica hacia ella en la medida en que la propaganda comunista caricaturiza sistemáticamente al cristianismo, vendiendo a sus seguidores una versión bastante superficial y distorsionada de él, llena de tópicos que sus adeptos repiten de manera irreflexiva, sin indagar si corresponden a los hechos más allá del filtro distorsionante y malintencionado con que el partido los divulga.
Por esta razón Lepp confiesa: “El que la religión en general y el cristianismo en particular fuesen enemigos del progreso social aun más que de las luces racionales, era para mí una de esas evidencias primeras que no necesita prueba”, es decir un axioma asumido como petición de principio. Para disculpar esta entrega irrestricta al comunismo marxista nos dice: “Tal disponibilidad parecerá evidentemente extraña a quien no haya profesado nunca con todo su ser una ideología totalitaria. El lugar que ésta ocupa en el psiquismo es tan preponderante que todos los problemas quedan eliminados casi por completo”, de forma similar al ingreso en una secta religiosa. Adicionalmente Lepp sostiene que, aunque los ateos modernos: “pretenden ser ateos no solo en relación a las creencias de una sola religión… sino de una manera absoluta”, al final: “aunque con pretensiones de absoluto, el ateísmo moderno se manifiesta ante todo en primer lugar como anticristiano”. Después de todo, la mayoría de los ateos considera que con desacreditar el cristianismo ya ha logrado, por extensión, desacreditar a todas las demás religiones en la creencia implícita de que el cristianismo es la más perfecta entre todas ellas. Como muestra de esto señala a los ateos que llegan a serlo luego de haber profesado el cristianismo, respecto de los cuales dice: “La mayoría de ellos sigue persuadida de que el cristianismo es la más perfecta entre las religiones; por consiguiente, ya que debían romper con él, no era el caso adoptar otra religión, solo les quedaba como opción la incredulidad total”.
Da luego un ejemplo concreto y real de esto: un sacerdote que vivió intensamente su fe cristiana y que, en medio de conflictos con sus autoridades que consideraban su celo excesivo, intempestivo e inquietante y le prohibieron proseguir con su ministerio, terminó rompiendo con la iglesia institucional para acabar al final decepcionado del cristianismo y llegando a ser ateo, confesando luego que: “es imposible para un hombre que haya vivido intensamente la fe cristiana creer en el Dios de la Biblia fuera de la iglesia. Y si no creo en el Dios cristiano, ¿Cómo podré creer en otros dioses?”. Lepp complementa estas apreciaciones diciendo: “Existen por cierto muchos bautizados que sostienen haber encontrado en el hinduismo, o en otras religiones esotéricas, el camino de perfección espiritual que habrían buscado en vano en las iglesias cristianas. Sin embargo, entre los muchos hinduizantes que conozco, no hay uno solo que haya sido un creyente ferviente, plenamente iniciado en los misterios de la religión de Cristo. La mayoría no ha practicado nunca de verdad la religión de sus mayores y solo la conoce superficialmente. Otros han sido «practicantes», pero practicantes puramente formalistas. El día en que se manifestó en su alma la necesidad de una intensa vida espiritual, ni unos ni otros creyeron que podrían encontrar en el cristianismo la «mística» que les era menester”.
Y aunque advierte luego: “No pretendemos extraer de este hecho ningún argumento «apologético»”, de todos modos concluye: “Sin embargo, desde el punto de vista psicológico, es significativo que los cristianos fervientes, decepcionados de su Iglesia, no se convirtieran a otra religión, sino a la incredulidad. Esto prueba hasta que punto los creyentes cristianos están persuadidos de la absoluta trascendencia del cristianismo sobre todas las religiones”. A propósito de apologética, en cuanto al alcance probatorio y definitivo que, en mala hora, muchos creyentes ingenuamente envalentonados asignan a los argumentos clásicos de la apologética a favor de Dios y del cristianismo, Lepp afirma por su propia experiencia que: “estas pruebas no prueban absolutamente nada a quien no tiene fe”, dejando ver aquí que el ateísmo habitualmente hunde sus raíces en razones que no son necesariamente racionales ni razonables, como los creyentes tienden a pensarlo, olvidando de paso que su propia adhesión al cristianismo tampoco obedece en la mayoría de los casos al peso que hayan podido tener para ellos los argumentos racionales a su favor.
Los casos concretos de ateos que Lepp estudia en su libro desde una perspectiva psicoanalítica son, justamente: “hombres y mujeres, encontrados en esta época, que habían recibido una educación cristiana y de los cuales muchos habían practicado largo tiempo el catolicismo o el protestantismo. Pero cuando yo los conocí, todos ya habían perdido la fe o estaban sublevados contra la iglesia”. Y dado que a todos los conoció en su época de ateo: “Lejos de hacerme dudar del fundamento de mi ateísmo, las conversaciones que tuve con estos «apóstatas» no hacían más que justificarlo y confirmarlo. Hasta mucho más tarde no debía comprender cuán poco objetivo era su testimonio de amantes despechados”. De hecho, a la par y a la luz con esta comprensión posterior, Lepp se muestra sorprendido de sí mismo diciendo: “Hoy me parece a mí mismo difícil de creer que yo y mis camaradas, jóvenes apasionados por todas las formas del conocimiento, pudiéramos contentarnos con un simplismo tan ingenuo cuando se trataba del problema religioso”.
Se podría argumentar, desde el punto de vista de la estadística, que una muestra como la que Ignace Lepp toma para su estudio no es representativa, pues no es aleatoria, sino que se encuentra extraída exclusivamente del contexto cristiano. Pero estas dinámicas psicológicas no son extrañas a los apóstatas de otras religiones, sobre todo en la medida en que Lepp nos informa que: “Me ha sido dado observar de cerca ꟷa veces como clínicoꟷ numerosos creyentes fervorosos, en su mayoría cristianos, pero también musulmanes e hindúes” en los cuales, a pesar de sus diferencias doctrinales, encuentra motivaciones y dinámicas psicológicas comunes. De hecho, en ateos que no proceden de la apostasía producida en contextos religiosos, sino de contextos ideológicos como el marxismo, las dinámicas son muy similares, puesto que: “Casi todos los comunistas se enojan cuando les dicen que el comunismo es para ellos una religión. Es que para ellos la palabra «religión» implica sobre todo un sentido teológico, un conjunto de creencias que no se funda sobre nada «científico». Eso no impide que ‘psicológicamente’ el militante comunista sincero se comporte exactamente como el creyente religioso. Su desinterés, sus renunciamientos, sus esperanzas son también poco «racionales»”.
Como confirmación de lo anterior añade luego: “Un hombre habituado a vivir en función de una trascendencia [como los militantes comunistas convencidos], se contentará difícilmente sin otro fin fuera de sí misma. Así se explica sin duda el número relativamente grande de convertidos al cristianismo entre los antiguos comunistas”. Por lo tanto, desde el punto de vista psicológico, su muestra puede ser más representativa de lo que en principio nos parece. Al respecto de todos modos aclara: “Para el psicólogo que procura explicar los mecanismos psíquicos profundos de los incrédulos, el ateísmo no se presenta de ningún modo como un bloque de un solo color. No sería del todo falso afirmar que hay tantos ateísmos como ateos. Sin embargo, es posible cierta clasificación e incluso se impone”. Atendiendo, entonces, a esta imposición que el mismo estudio requiere, Lepp identifica cinco clases de ateísmo extraído de numerosos personajes reales con los que trató y a los que evaluó desde una perspectiva psicoanalítica, clasificación que puede abarcar, si no toda, si una gran parte de las clases de ateísmo moderno y sus dinámicas y móviles psicológicos.
La primera de estas tipologías es la que el llama el “ateísmo neurótico”, propinando al psicoanálisis freudiano una taza de su propio chocolate en la medida en que Freud, uno de los más insignes ateos de la modernidad, calificaba a la religión en general y al judeocristianismo en particular como una neurosis colectiva propia de la infancia de la humanidad, producto de un trauma asociado a un complejo no resuelto (el complejo de Edipo que nos remite a los conflictos trágicos que un hijo tiene con su padre), que el psicoanálisis estaría en condiciones de curar y dejar atrás en la etapa adulta alcanzada a estas alturas por la humanidad. Así, pues, Ignace Lepp descubre detrás de las dinámicas psicológicas de ciertas formas de ateísmo la misma neurosis que Freud pretendía ver detrás de toda forma de creencia religiosa, pues: “en muchas de sus manifestaciones la creencia y la incredulidad neuróticas se parecen extraordinariamente, mucho más de lo que se parece la creencia neurótica a la fe auténtica y el ateísmo neurótico a la incredulidad sana”. Como puede, pues, suponerse, este es uno de los ateísmos más agresivos.
Lepp psicoanaliza a varios ateos en este capítulo: tres mujeres y un hombre. En relación con la primera concluye de manera muy reveladora que: “Evelina, en su inconsciente, continuaba amando a su padre a pesar de todo y el desprecio que le manifestaba era solo despecho. Tan o más escondida en el inconsciente estaba su necesidad de Dios. Y así descubre con asombro que, a pesar de su ateísmo fanático, solo se había enamorado de hombres profundamente religiosos. Su admiración exagerada por los filósofos racionalistas había sido sólo superficial, porque en ellos encontraba alimento para su ateísmo agresivo. Sus verdaderas preferencias intelectuales las encontraba en pensadores sumamente espiritualistas, hasta de tendencia mística. Se averigua también que lo que más la había atraído en el hombre con quien se iba a casar, era que de inmediato había advertido, sin querer confesárselo, su profunda religiosidad… Su ateísmo solo había sido en realidad la reacción neurótica de una persona sedienta de una religión de amor”. No es el propósito aquí registrar los detalles ni las conclusiones completas de cada paciente, pero si vale la pena señalar que, en el caso de Óscar, el único ateo varón analizado en este capítulo, un ateo con un miedo intenso a la muerte: “La causa de sus perturbaciones no era su negativa a creer, sino la naturaleza inconsciente de esta negativa”. O más exactamente: “Su superyó ateo era de una extrema rigidez; reprimió el naciente interés por lo religioso antes de que alcanzara el nivel de la conciencia… Reprimida en el inconsciente, la inquietud metafísica se volvió anárquica y se abrió camino al nivel de la conciencia, disfrazada de miedo pánico ante la muerte”. Lo cual se explica por el hecho de que: “mientras más se encarniza uno en desalojar una duda, más obsesiva se hace ésta”.
A manera de conclusión de las cuatro personas ateas psicoanalizadas, Lepp sentencia: “Lo que hay de común en la incredulidad de todas es su excesiva agresividad con respecto a la religión, especialmente a la religión dominante del grupo social al que pertenecen… La agresividad de los neuróticos es o bien sin ninguna causa objetiva , o bien muy desproporcionada a sus causas objetivas. Los ateos cuya incredulidad está en estrecha dependencia con la neurosis, se sienten casi todos inclinados a lo religioso, pero han reprimido, generalmente por motivos inconscientes, su necesidad de creer. Precisamente para defenderse de esta necesidad de creer, su ateísmo se vuelve tan agresivo. No es una casualidad que en casi todos los «incrédulos» de este tipo la curación de la neurosis desemboque en una conversión religiosa”.
La segunda de las tipologías que Lepp identifica es el ateísmo marxista, del cual él mismo fue un ejemplo concreto. Pero dado que ya ha hablado de “el ateo que yo fui”, aquí se dedica a abordar directamente las raíces del ateísmo del propio Marx, mostrando, como es de suponer, un amplio conocimiento de la vida de este pensador ateo. Para nuestros propósitos en la caracterización de los muy numerosos ateos modernos que caen bajo esta categoría nos recuerda lo que ya nos había informado de su propia experiencia como ateo marxista: “el marxismo no se contenta con combatir a las Iglesias y negar los fundamentos de la fe religiosa; pretende desempeñar él mismo, en la vida social y en la conciencia del individuo, el papel que precedentemente se atribuía a las religiones. Precisamente su constitución en la iglesia atea es lo que explica la virulencia del ateísmo del marxista comunista”. Y una vez más, para ratificar que el ateísmo no obedece en realidad a razones científicas ni filosóficas afirma: “Es indiscutible que el fundador del comunismo moderno no se hizo ateo a consecuencia de estudios filosóficos o científicos, ni de luchas políticas y sociales contra iglesias conservadoras ni reaccionarias”. Por lo menos, no a la manera del ateísmo neurótico. Y esto explica también por qué: “el aporte marxista a la crítica de la religión es mucho menos importante de lo que creen sus adeptos”.
Más bien: “El rechazo del cristianismo se hace, tanto en Marx como en Freud, en nombre de la ciencia, pero en este rechazo salta a la vista la parte desempeñada por el elemento pasional afectivo. Si el socialismo occidental del siglo XIX se ha afirmado, desde el comienzo, completamente ateo, ello se debe, al parecer, al considerable número de intelectuales judíos que encontramos entre sus protagonistas”. Continúa explicando esto mejor al decir: “La Europa occidental de su tiempo [el de Marx] no era religiosamente cristiana, si bien pretendía serlo sociológicamente. La ‘intelligentzia’ judía chocaba por doquier, en su voluntad de ascensión, con barreras erigidas en nombre de la religión. Sus miembros luchaban, pues, conscientemente, contra la «enajenación religiosa» en nombre de la filosofía, de la ciencia o de la historia. Inconscientemente se rebelaban contra el cristianismo… El resentimiento desempeña un importante papel en el ateísmo de casi todos los judíos que conozco, y en el ateísmo de Carlos Marx su papel es probablemente mayor que en ningún otro”.
Aunque no deja de ser interesante la exposición que hace Lepp de las distintas influencias intelectuales y filosóficas que dan forma y justifican de cierta manera el pensamiento de Marx en relación con la religión, no es el propósito de esta conferencia adentrarse en estos temas más propios de especialistas. Pero si vale la pena rescatar la identificación que Lepp hace de lo que sería la esencia del ateísmo moderno y la paradoja que esto representa en relación con el cristianismo más allá de sus más o menos acertadas o distorsionadas expresiones sociales en las iglesias. Esto es que: “El ateísmo moderno se arraiga en la voluntad del hombre de romper todas las cadenas que obstaculizan su libertad y su dignidad”, no obstante lo cual: “Marx y muchos otros teóricos del ateísmo no discuten [en el sentido de no tomarlo en consideración], por otra parte, que esta voluntad de libertad y de dignidad es en gran parte la obra del cristianismo” y lo ignoran, por tanto, olímpicamente. Pero aquí vale también algo que Lepp había dicho un poco antes: “En tanto que los cristianos no hayan desmentido ꟷno con palabras sino con hechosꟷ esta interpretación ‘relativista de su religión’, seguirá siendo imposible un verdadero diálogo entre ellos y los marxistas (y también con mucho otros ateos)”.
En conexión con esto, los argumentos del ateo marxista en contra de la religión en general y del cristianismo en particular, junto con su consecuente denuncia de la religión cristiana como un fenómeno enajenante al servicio del establecimiento capitalista para poder perpetuarlo por derecho divino con todas sus desigualdades e injusticias sociales, halla una expresión concreta en el anticlericalismo u odio hacia el clero en general en una injusta generalización y, por consiguiente, a la iglesia como institución en la medida en que los clérigos pretendan representarla o también porque, incluso a su pesar, terminan representándola ante los ojos del pueblo. A este respecto Lepp puntualiza: “La santidad capaz de constituir un testimonio en favor de la fe cristiana en los medios proletarios descristianizados e impregnados de marxismo, es la santidad del tipo de la de un Vicente de Paúl, por ejemplo”. Y añade enseguida: “El hecho irrebatible del debilitamiento del anticlericalismo en las barriadas rojas de nuestras grandes ciudades se debe en buena parte a los sacerdotes obreros, a diversas comunidades de «hermanos» y de «hermanas» que comparten plenamente la condición proletaria”.
Hay que decir que dentro de la tipología constituida por el ateísmo marxista Lepp distingue, a su vez, además del propio Marx que merece tratamiento particular por ser el que estableció los fundamentos de este ateísmo, a los que designa como “apóstatas cristianos”, que han derivado, por lo menos sobre el papel, de la fe cristiana al ateísmo marxista, a quienes les queda muy bien las comillas, pues: “son rarísimos los que podrían decir con toda sinceridad que en un momento dado de su evolución han perdido la fe. Simplemente, no la han tenido nunca”, más allá de haber crecido en atmósferas sociales nominalmente “cristianas”, también con comillas. Enseguida menciona a los “ateos de siempre”, aludiendo con ello a “la masa de los proletarios comunistas” que ignora casi todo acerca de la religión y que ignora igualmente la crítica marxista de la religión y de quienes: “Puede decirse de ellos que son ateos «naturalmente», sin crisis y sin conflictos de conciencia”, fruto de su ignorancia e indiferencia a estas trascendentales temáticas de la vida humana y de la poca disposición o capacidad a reflexionar sobre lo que el partido les dice que deben creer, es decir una especialmente manifiesta “fe de carbonero” marxista. Sin embargo, ocasionalmente entre ellos emerge lo que Ignace Lepp llama ateos-teólogos, para quienes la lucha de clases no es más que un pretexto para manifestar su profundo anticlericalismo y que se documentan para ello con toda la literatura antirreligiosa a la que pueden tener acceso y que son las más ciegos a hacer la distinción necesaria entre religión y religión organizada, entre cristianismo y cristiandad y entre Dios e iglesia, endosándoles a la religión, al cristianismo y a Dios todas las faltas de la religión organizada, la cristiandad y la iglesia.
Por supuesto, en la descripción concreta de las personas que ilustran estas formas de ateísmo hay muchas matizaciones de las que no podemos ocuparnos y excepciones que no encajan del todo en las caracterizaciones que Lepp emprende en su intento sistematizador del ateísmo moderno en ciertas categorías destacadas más o menos identificables. Pero todavía dentro del ateísmo marxista y siempre simplificando y deduciendo principios generales de los casos particulares debemos detenernos en los que rotula como “los intelectuales”. Estos no son muy diferentes de los ateos-teólogos excepcionales del párrafo anterior, sólo que su origen social no es la clase obrera, sino la burguesía. Estos, pues: “Profesan una especie de extraña ‘fe atea’, mezcla de sociologismo a lo Durkheim, de positivismo a lo Augusto Comte y de materialismo marxista, o también de romanticismo evangélico a lo Renán”.
Puede verse en esta descripción el talante formalmente “intelectual” de estos ateos marxistas. Lepp continúa su descripción de este modo: “De ellos podría decirse que son en primer lugar anticlericales y «librepensadores» y que se han hecho comunistas en segundo lugar para dar un contenido positivo a su odio a la religión”, a semejanza de Marx y del propio Lenin. Respecto a su origen social que los diferencia del excepcional ateo-teólogo del proletariado: “los intelectuales del siglo XIX, y también la mayoría de los comienzos del siglo XX, pertenecían casi todos sociológicamente a las clases dominantes, burguesía y nobleza. Personalmente, pues, aprovechaban más que padecían las desigualdades de la sociedad capitalista”, lo cual no debe verse como una crítica que obre en perjuicio de su sinceridad al identificarse con el proletariado. Ni tampoco su sincera creencia ꟷno necesariamente acertadaꟷ de que: “… ningún orden social nuevo, tendiente a la promoción y a la liberación del hombre, era concebible sin la previa destrucción de la religión, pues en ella buscaban las clases dominantes la justificación del orden establecido”.
Es interesante también observar las distinciones que Lepp hace entre el comunismo y el socialismo democrático y los ateísmos propios de quienes profesan estas ideologías políticas y económicas emparentadas en cuanto a las motivaciones subjetivas y existenciales que se encuentran detrás, revestidas siempre de incuestionable racionalidad. Dice él que: “la libertad de las conciencias a la cual según la doctrina marxista se opondría la fe religiosa, no es para los comunistas un valor de primera magnitud, mientras que sí lo es para los socialistas… Estos se oponen al cristianismo casi por los mismos motivos que se oponen al comunismo: en nombre de la libertad de las conciencias y del pluralismo democrático… Teniendo en cuenta este contexto psicológico, se comprenderá que la adhesión al partido socialista de creyentes protestantes parezca normal tanto al partido como a la iglesia. Por el contrario, los católicos de izquierda, al menos en países como Francia e Italia, se sienten muy poco atraídos por el partido socialista y se mueven más fácilmente en las corrientes influidas por los comunistas”.
Y ya que mencionamos de nuevo la presunta racionalidad incontaminada que los ateos reclaman para su ateísmo, desprovisto de otras motivaciones no racionales que se resisten a reconocer, encontramos la tercera tipología de ateos identificada por Lepp: el “ateísmo racionalista”. Y dado que, como lo viene afirmando desde el comienzo: “Prácticamente todos los ateos creen que su incredulidad está fundada en la razón”, Ignace Lepp se apresura a justificar esta tipología particular de este modo: “Sin embargo, desde el punto de vista psicológico, conviene establecer una nítida distinción entre estos ateísmos [el marxista y el existencialista que veremos un poco más adelante] y el ateísmo racionalista propiamente dicho. El marxista, el existencialista, se afirman ateos no tanto en nombre de la verdad, sino en nombre de ciertos valores esenciales que, a su parecer, se verían negados o amenazados por la religión. El racionalista, por el contrario, se proclama ateo porque cree haber llegado a la certeza intelectual de la falsedad de la religión, de todas las religiones”.
El ateísmo moderno fue exclusivamente racionalista antes de la irrupción más tardía de los ateísmos marxistas y existencialistas, pues el ateísmo neurótico no está ligado a la modernidad en particular. Y como tal tuvo su momento de mayor esplendor en el siglo XVIII y el XIX. Pero: “el ateísmo racionalista ya no se halla en la forma dogmática que tenía en el siglo XIX. Pocos son sus adeptos que creen aún que la humanidad podría vivir únicamente según las leyes de la razón, y que ésta logrará crear condiciones de felicidad y de paz universal. La mayoría entre ellos son más agnósticos que ateos”. Para ilustrar la psicología y las motivaciones no racionales subyacentes en los argumentos presuntamente racionales de esta clase de ateos Lepp apela a uno de ellos: Jean Rostand, a quien de hecho Lepp admira, en la medida en que este biólogo y pensador esgrime una humildad y honestidad ejemplar que no es común a los ateos racionalistas.
Dice de él que: “Jean Rostand reconoce lealmente que sus convicciones de racionalista son, ellas también, «creencias»”, aclarando enseguida: “Semejante franqueza es sumamente rara en los ateos, pues por lo general hasta los que no profesan el racionalismo tienen por costumbre oponer la incredulidad a la creencia como quien opone la evidencia a la no evidencia”. Baste de todos modos esto para ilustrar que ni siquiera el racionalismo de esta clase de ateos es tan racional y razonable como ellos lo reclaman, si de ser honestos, como Rostand, se trata. Además, luego de elogiar a Rostand a lo largo de varias páginas en las que expone su postura más agnóstica que atea y respetuosa de la religión a pesar de no poder compartirla ꟷcomo debería, ciertamente, corresponder también a los ateos racionalistas de hoyꟷ, dice de todos modos de este tipo de ateos que: “Para él y para todos los que permanecen fieles al racionalismo, es evidente que solo el conocimiento científico puede alcanzar la verdad, aunque no se trate sino de una verdad parcial”.
De hecho: “con cierta frecuencia, en los jóvenes intelectuales el agnosticismo racionalista sirve de justificación inconsciente a un rechazo de la fe religiosa por motivos que no tienen mucho que ver con la razón, ya que atañen casi enteramente a la afectividad. Se trata del proceso muy conocido por los psicoanalistas bajo el nombre de ‘racionalización’” en ejercicio de la cual: “se disfrazan las motivaciones afectivas de motivos racionales”, de tal modo que: “En lo que atañe a la pérdida de la fe, las motivaciones afectivas racionalizadas revisten a menudo la forma de conflictos morales”. Y luego de considerar algunos casos que lo demuestran, concluye una vez más que: “incluso el ateísmo racionalista se halla más a menudo motivado afectiva que racionalmente”, aclarando acto seguido que: “Lejos de nuestra intención arrojar algún descrédito sobre la razón. No criticamos el racionalismo porque éste tiene confianza en la razón, sino porque concibe la razón como absolutamente autónoma, dotada de objetividad absoluta, sin ninguna influencia exterior y, por lo tanto, con derecho a juzgar todo en forma soberana. Tal concepción de la razón no está fundada experimentalmente”. Y finaliza diciendo: “Si recordamos esta interacción de la razón y de la afectividad, no nos será ya tan difícil comprender que un biólogo o un físico estén firmemente persuadidos de la imposibilidad para un hombre de cultura científica de ser religioso, en tanto que su colega, cuyos conocimientos biológicos o físicos no son menores, no siente ninguna contradicción entre su ciencia y su fe. Los dos son «racionalistas», pero en el primero la afectividad inclina la razón hacia el agnosticismo, mientras que en el segundo se produce lo contrario”.
En cuanto al “ateísmo existencialista” Lepp hace una afortunada y necesaria precisión: “la filosofía llamada existencialista no es en sí misma ni necesariamente atea”, señalando enseguida a muchos destacados creyentes a lo largo de la historia de la iglesia que se pueden considerar legítimamente como existencialistas. Es de todos sabido que la filosofía considera al teólogo y filósofo luterano danés Sören Kierkegaard como el precursor y fundador del existencialismo moderno propiamente. Así, pues, para adentrarse en el ateísmo existencialista Lepp debe enfocarse en personajes existencialistas y ateos al mismo tiempo como Martín Heidegger y en especial, su propio compatriota Jean Paul Sartre, exponiendo entonces en una visión panorámica el ateísmo de este último.
Y en relación con los ateos existencialistas de la posguerra, Lepp sostiene que: “no es la filosofía de Sartre la que tiene la responsabilidad de la existencia de una juventud sin ideal y que no cree en nada, aunque ella invoque esta filosofía”. Una vez más y aunque así se reclame, no es la filosofía en sí la causa del ateísmo ligado a ella, sino el pretexto para poder justificar un ateísmo que obedece a razones que se encuentran más allá de la doctrina existencialista, como confirmación del hecho de que: “Las filosofías son mucho más la expresión o el hecho de la mentalidad del tiempo que sus causas”, que en este caso son el desencanto y la decepción generalizada con la existencia humana que despoja de todo sentido la vida de quienes así la perciben y así se sienten y que renuncian siquiera a entender las razones de que así sea para poder intentar cambiarlo favorablemente, sino que aceptan con resignación, desinterés y apatía la vida tal como ésta les llega, despojada de todo valor y obligación moral.
Nos quedan los ateos a los que Ignace Lepp designa como “ateos en nombre del valor”, que podrían definirse como aquellos que, a semejanza de Niestzsche, consideran al cristianismo de manera sorprendente como una doctrina que hunde al ser humano en el servilismo y la mediocridad de las masas o lo que este ateo alemán llamaba una “moral de esclavos”. Pero estos, entonces, más que ateos en toda propiedad, son antes que nada anticristianos, que creen, como Nietzsche, que el cristianismo ꟷy, por extensión, Diosꟷ despoja a la existencia humana de todo su potencial para la grandeza. Este ateísmo declaradamente anticristiano considera a los cristianos como personajes cobardes y llenos de miedo de vivir. Es un ateísmo extraño, pues a diferencia de quienes rechazan el cristianismo por sus elevadas exigencias y la incapacidad personal de estar a la altura de ellas, lo rechazan por sus presuntamente mediocres exigencias que sofocan y no permiten que las mejores cualidades humanas florezcan de formas diversas. Y para nadie son un secreto las motivaciones afectivas, emocionales y pasionales del ateísmo de Nietzsche ꟷpues nunca las disimuló sino que, por el contrario, hacía ostentación de ellasꟷ y por consiguiente, también las motivaciones de todos los que dicen seguirlo y suscribir su ateísmo.
Tampoco es un secreto que la fe cristiana no suprime de las existencias de los creyentes las dudas. Dudas que pueden ser racionales o intelectuales, que es el contexto en el que la apologética cristiana adquiere su mayor valor y utilidad: esto es, con los creyentes que albergan sinceras dudas intelectuales que necesitan ser satisfactoria y objetivamente aclaradas y acalladas. Pero los creyentes también pueden albergar dudas afectivas o emocionales que, siendo de carácter subjetivo, pueden pesar más que las intelectuales, teniendo en cuenta que el campo de los afectos es con mayor fuerza que el de la razón, el contexto en el que la fe surge y se afianza en virtud de la relación mayormente afectiva que Dios establece con cada uno de los creyentes y nuestra incapacidad de evitar experimentar toda la gama de emociones humanas, negativas y constructivas indistintamente.
Y finalmente, las dudas volitivas o de la voluntad, es decir las que en último término definen lo que hacemos, pues es en el fragor de ellas cuando decidimos lo que realmente queremos y obramos en consecuencia. El ateísmo funciona igual y al final declararse ateo o no es algo que no procede en último término de los argumentos y razones intelectuales objetivas a favor o en contra que utilizamos de pretexto, y ni siquiera de las razones emocionales y afectivas enmascaradas y encubiertas que suelen ser más determinantes, como lo hemos visto; sino de la voluntad final y resuelta de decidirnos en uno u otro sentido con todos sus inherentes riesgos. Como lo planteó Pascal, la fe y la incredulidad son en mayor o menor grado “apuestas”. Y al final, como lo dijo Emily Dickinson: “el corazón quiere lo que quiere”.
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