Es conocido el episodio de la sanidad del ciego de Betsaida llevada a cabo por Cristo en dos pasos: “Cuando llegaron a Betsaida, algunas personas le llevaron un ciego a Jesús y le rogaron que lo tocara. Él tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera del pueblo. Después de escupirle en los ojos y de poner las manos sobre él, le preguntó: ꟷ¿Puedes ver ahora? El hombre alzó los ojos y dijo: ꟷVeo gente; parecen árboles que caminan. Entonces le puso de nuevo las manos sobre los ojos, y el ciego fue curado: recobró la vista y comenzó a ver todo con claridad” (Marcos 8:22-25). Apoyada en él la iglesia ha visto en ambos pasos una referencia, en el primero de ellos, a la devolución de la vista física y en el último, al otorgamiento de la visión espiritual. Y es que no es lo mismo “vista” que “visión”. La vista es física. La visión es espiritual. Al respecto la Biblia dice: “Donde no hay visión, el pueblo se extravía…” (Proverbios 29:18), lo cual explica por qué el profeta era llamado también “vidente” en las Escrituras: “(Antiguamente, cuando alguien en Israel iba a consultar a Dios, solía decir: «Vamos a ver al vidente», porque así se le llamaba entonces al que ahora se le llama profeta)” (1 Samuel 9:9), pues era quien tenía la visión de Dios. Pero, ¿qué es finalmente la visión? Laura Bergman responde de manera sencilla: “Es la imagen convincente de un futuro alcanzable”. La visión no es, pues, un proyecto utópico, sino una profunda disconformidad con lo que es y una clara comprensión de lo que puede ser (John Stott), que incluye entonces un enfoque optimista del futuro, pero también la dirección e inspiración de Dios, y el liderazgo del creyente como agente dinámico y positivo de cambio, comenzando por los dirigentes políticos de las naciones, hasta los creyentes más anónimos del común. Juan Mateos nos recuerda de manera puntual que la fe es crucial para la realización de la visión, pues: “La fe es el punto de visión clara que orienta la percepción de la entera realidad”. Y la visión es la que otorga finalmente sentido a nuestra existencia, pues, como lo dijo Ireneo de Lyon: “la vida del hombre consiste en la visión de Dios”. Por todo ello, es necesario que la Iglesia en particular se ponga a la cabeza de las necesarias transformaciones sociales recobrando la pasión, la dirección y la visión de los grandes hombres de Dios en la Biblia.
En este propósito, podemos comenzar por la visión de la fe, de Abraham: “Después de esto, la palabra del Señor vino a Abram en una visión: «No temas, Abram. Yo soy tu escudo, y muy grande será tu recompensa»… Luego el Señor lo llevó afuera y le dijo: ꟷMira hacia el cielo y cuenta las estrellas, a ver si puedes. ¡Así de numerosa será tu descendencia! Abram creyó al Señor, y el Señor se lo reconoció como justicia” (Génesis 15:1, 5-6); y seguir con la visión de la clave de la prosperidad, de Jacob, que huyendo de su hermano Esaú prácticamente solo con lo que llevaba encima, regresó al cabo de los años con un abundante patrimonio familiar producto de la visión que recibió en Betel: “Allí soñó que había una escalinata apoyada en la tierra, y cuyo extremo superior llegaba hasta el cielo. Por ella subían y bajaban los ángeles de Dios… Luego Jacob hizo esta promesa… de todo lo que Dios me dé, le daré la décima parte»” (Génesis 28:12-22). O la visión de la libertad, de Moisés: “Estando allí, el ángel del Señor se le apareció entre las llamas de una zarza ardiente. Moisés notó que la zarza estaba envuelta en llamas, pero que no se consumía, así que pensó: «¡Qué increíble! Voy a ver por qué no se consume la zarza». Cuando el Señor vio que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza… Han llegado a mis oídos los gritos desesperados de los israelitas, y he visto también cómo los oprimen los egipcios. Así que disponte a partir. Voy a enviarte al faraón para que saques de Egipto a los israelitas, que son mi pueblo” (Éxodo 3:1-10); libertad que el Señor Jesucristo aclaró que no era propiamente de tipo político ni económico, sino, antes que nada, espiritual: “y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres… Así que, si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres” (Juan 8:32, 36), como lo ratificó el apóstol: “Les hablo así, hermanos, porque ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor” (Gálatas 5:13). Está también la visión de la victoria, de Eliseo: “Por la mañana, cuando el criado del hombre de Dios se levantó para salir, vio que un ejército con caballos y carros de combate rodeaba la ciudad. ꟷ¡Ay, mi señor! ꟷexclamó el criadoꟷ. ¿Qué vamos a hacer? ꟷNo tengas miedo ꟷrespondió Eliseoꟷ. Los que están con nosotros son más que ellos. Entonces Eliseo oró: «Señor, ábrele a Guiezi los ojos para que vea». El Señor así lo hizo, y el criado vio que la colina estaba llena de caballos y de carros de fuego alrededor de Eliseo…” (2 Reyes 6:15-18).
Visión que Pablo precisó mejor: “¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?” (Romanos 8:31); y el apóstol Juan ratificó: “Ustedes, queridos hijos, son de Dios y han vencido a esos falsos profetas, porque el que está en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). Sin pasar por alto en el proceso la visión del poder de la resurrección, de los discípulos de Emaús: “Aquel mismo día dos de ellos se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Iban conversando sobre todo lo que había acontecido. Sucedió que, mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero no lo reconocieron, pues sus ojos estaban velados… Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras… Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron…” (Lucas 24:13-31); visión que está inseparablemente ligada a la de la gloria de Dios, de Esteban: “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios. ꟷ¡Veo el cielo abierto ꟷexclamóꟷ, y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios!” (Hechos 7:55-56); todas las cuales, en su conjunto, inspiraron la visión de la evangelización, de Pablo: “… Saulo se levantó del suelo, pero cuando abrió los ojos no podía ver, así que lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Estuvo ciego tres días, sin comer ni beber nada. Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor llamó en una visión. ꟷ¡Ananías! ꟷAquí estoy, Señor. ꟷAnda, ve a la casa de Judas, en la calle llamada Derecha, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando, y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías, que entra y pone las manos sobre él para que recobre la vista… porque ese hombre es mi instrumento escogido para dar a conocer mi nombre tanto a las naciones y a sus reyes como al pueblo de Israel” (Hechos 9:1-6, 15); para culminar con la visión de la segunda venida del Señor, otorgada a Juan en la isla de Patmos: “El que da testimonio de estas cosas, dice: «Sí, vengo pronto». Amén. ¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22:20); y suscrita también por Pablo: “Por lo demás me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que con amor hayan esperado su venida” (2 Timoteo 4:8). Visiones inspiradoras de la vida cristiana y de la historia humana en general cuyo cumplimiento Dios nos garantiza por intermedio del profeta Habacuc: “… la visión se realizará en el tiempo señalado… no dejará de cumplirse… espérala; porque sin falta vendrá” (Habacuc 2:3)
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