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Estudios bíblicos

La envidia y sus estragos

La envidia pasa siempre agachada, como un pecado al que, ante la imposibilidad de erradicarlo del todo de nuestra experiencia, terminamos tolerando y dándolo por sentado, de tal manera que si de ser honestos se trata, ningún ser humano, sea o no cristiano, puede arrojar la primera piedra al respecto. Se dice que los dos pecados más universales, ya sea como el origen o el agravante de todos los demás son, en su orden, el orgullo y la envidia. Ahora bien, nuestra tolerancia a la envidia se ve reforzada por el hecho de que es un pecado que podemos mantener oculto sin que tenga que exteriorizarse de algún modo. Es un pecado de actitud, antes que de acción. Sin embargo, no es tan inocuo como podríamos pensarlo, pues por sutil que sea, no deja de ser ponzoñoso y destructivo. Por eso, vale la pena examinar sus dinámicas. Su origen es, de manera invariable, nuestra tendencia natural a las siempre odiosas comparaciones por las cuales empezamos a medirnos a nosotros mismos, no con la norma personal que Dios ha establecido para todos y cada uno de nosotros en particular, sino con la de los demás. Y a pesar de su sutileza, la envida puede dar lugar a verdaderas tragedias, de las cuales la Biblia deja abundante constancia. En primer lugar, con los hermanos de José, pues es evidente que el odio que llegaron a sentir por él tuvo lugar en la envidia y los celos que les despertaba el favoritismo y el trato preferencial que su padre manifestaba hacia él:“Viendo sus hermanos que su padre amaba más a José que a ellos, comenzaron a odiarlo y ni siquiera lo saludaban” (Génesis 37:4). Josué fue víctima, a su vez, de otra forma de envidia: el sectarismo de quien descalifica a quienes Dios favorece, por el simple hecho de no formar parte de nuestro grupo, siendo amonestado por Moisés de este modo: “Pero Moisés le respondió: ꟷ¿Estás celoso por mí? ¡Cómo quisiera que todo el pueblo del Señor profetizara, y que el Señor pusiera su Espíritu en todos ellos!”. La tribu de Efraín es un caso especial de celos y envidia. En dos ocasiones opacaron con sus reclamos envidiosos las sendas victorias que dos de los jueces de Israel, Gedeón y Jefté, habían obtenido para toda la nación.

En relación con Gedeón leemos: Los de la tribu de Efraín se enojaron y discutieron con Gedeón porque él no los había mandado llamar cuando salió a pelear contra los madianitas. Pero él les contestó: ꟷ¿No se dan cuenta de que ustedes hicieron más aún de lo que yo hice? Lo poco que ustedes hicieron vale más que lo mucho que hicimos nosotros. Dios les entregó a Oreb y a Zeeb, los jefes madianitas. ¿Qué hice yo que se pueda comparar con lo que ustedes hicieron? Cuando los de Efraín oyeron estas palabras de Gedeón, se les pasó el enojo contra él” (Jueces 8:1-3 DHH). Pero, en relación con Jefté, su envidia desencadenó una guerra civil: “Los hombres de la tribu de Efraín se reunieron y cruzaron el Jordán en dirección a Safón, y le dijeron a Jefté: ꟷ¿Por qué te lanzaste a atacar a los amonitas, sin avisarnos para que fuéramos contigo? ¡Ahora vamos a quemar tu casa contigo dentro! Jefté les contestó: ꟷMi gente y yo tuvimos un pleito con los amonitas, y yo los llamé a ustedes, pero ustedes no vinieron a defendernos. Como vi que ustedes no venían en nuestra ayuda, arriesgué mi propia vida y ataqué a los amonitas, y el Señor me dio la victoria. ¿Por qué vienen ustedes ahora a pelear conmigo? Entonces Jefté reunió a todos los hombres de Galaad, y peleó con los de Efraín y los derrotó…” (Jueces 12:1-4 DHH). Ni qué decir del rey Saúl que, por causa de su envidia, echó a perder el formidable equipo militar que conformó con el futuro rey David, luego de la derrota del gigante Goliat, equipo malogrado por los celos y envidias de Saúl: y exclamaban con gran regocijo: «Saúl mató a sus miles, ¡pero David, a sus diez miles!» Disgustado por lo que decían, Saúl se enfureció y protestó: «A David le dan crédito por diez miles, pero a mí por miles. ¡Lo único que falta es que le den el reino!»” (1 Samuel 18:7-8), procurando matar a David a partir de este momento. En el Nuevo Testamento, los obreros de la viña de la parábola permitieron que la envidia les amargara un momento que debía ser especial y dichoso: el momento de la paga: Se presentaron los obreros que habían sido contratados cerca de las cinco de la tarde, y cada uno recibió la paga de un día. Por eso cuando llegaron los que fueron contratados primero, esperaban que recibirían más. Pero cada uno de ellos recibió también la paga de un día. Al recibirla, comenzaron a murmurar contra el propietario… Pero él le contestó a uno de ellos: “Amigo, no estoy cometiendo ninguna injusticia contigo. ¿Acaso no aceptaste trabajar por esa paga? Tómala y vete. Quiero darle al último obrero contratado lo mismo que te di a ti. ¿Es que no tengo derecho a hacer lo que quiera con mi dinero? ¿O te da envidia de que yo sea generoso?” (Mateo 20:1-15).

Algo similar a lo sucedido con el hermano mayor de la parábola del hijo perdido: “… Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera. Pero él le contestó: ¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! ¡Pero ahora llega ese hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas matar en su honor el ternero más gordo!…” (Lucas 15:25-32). Ambos, de hecho, simbolizan a los judíos, quienes se marginaron ellos mismos del reino de Dios por su envidia y egoísmo al no estar dispuestos a compartirlo con los paganos o gentiles, por lo que terminaron perdiéndolo voluntariamente: “… El siguiente sábado casi toda la ciudad se congregó para oír la palabra del Señor. Pero, cuando los judíos vieron a las multitudes, se llenaron de celos y contradecían con maldiciones lo que Pablo decía. Pablo y Bernabé les contestaron valientemente: «Era necesario que les anunciáramos la palabra de Dios primero a ustedes. Como la rechazan y no se consideran dignos de la vida eterna, ahora vamos a dirigirnos a los gentiles… Pero los judíos, llenos de envidia, reclutaron a unos maleantes callejeros, con los que armaron una turba y empezaron a alborotar la ciudad. Asaltaron la casa de Jasón en busca de Pablo y Silas, con el fin de procesarlos públicamente” (Hechos 13:42-48; 17:5), dando así cumplimiento al anuncio profético: “… Pues yo haré que ustedes sientan envidia de los que no son pueblo; voy a irritarlos con una nación insensata” (Deuteronomio 32:21). Todo lo cual nos muestra que la envidia no es tan inofensiva como queremos creerlo. Aleksander Solyenitsin, sobreviviente de los gulags o campos de exterminio soviéticos, concluye: “Ya es bastante no helarse a la intemperie, que el hambre y la sed no nos atenacen las entrañas. Si no tenemos rota la espalda, si podemos mover los pies, si nos es posible flexionar ambos brazos, si podemos ver con ambos ojos y oír con ambos oídos, ¿a quién habría que envidiar? ¿y por qué razón? La envidia es lo que más nos carcome. Límpiate los ojos y purifica tu corazón, y estima más que nada en el mundo a quienes te quieren y te desean el bien. Después de todo, esta podría ser tu última acción”.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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