La tabla de las naciones de Génesis 10 da cuenta de la distribución de los diferentes pueblos de la antigüedad a lo largo del mundo conocido a partir del diluvio y de la descendencia de Noé. Esta distribución formaba parte del plan original de Dios cuando creó al género humano y lo instruyó ordenándole multiplicarse y llenar la tierra y someterla. Si bien la humanidad se pervirtió por causa del pecado, la asignación de un lugar para cada grupo humano estaba prevista por Dios, destacándose entre ellas la de la tierra prometida para la descendencia de Abraham, es decir, el pueblo de Israel: “El Señor dijo a Moisés: «Hazles saber a los israelitas que las fronteras de Canaán, la tierra que van a recibir en heredad, serán las siguientes… y de allí la línea bajará por el río Jordán, hasta el mar Muerto. »Esas serán las cuatro fronteras del país».” (Números 34:1-2, 12). Israel tuvo, pues, que tomar posesión de este territorio asignado, expulsando y exterminando a sus anteriores habitantes, los distintos pueblos paganos, idólatras, crueles y licenciosos que la habitaban, por instrucción y con el respaldo sobrenatural de Dios, como juicio divino sobre sus pecados que habían llegado a su colmo para estas alturas. Sin perjuicio de esto y de los consecuentes juicios divinos, anunciados o no, que Dios ejecuta sobre los pueblos que se hacen merecedores de ellos a lo largo de la historia ꟷincluyendo a su propio pueblo Israelꟷ, las vicisitudes que los pueblos han tenido que vivir en relación con sus distintos territorios ocurren finalmente y de un modo u otro conforme a las disposiciones divinas
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