El Concilio de Calcedonia en el 451 d. C. redactó la llamada “Definición de fe de Calcedonia”, documento doctrinal con el que se consideran concluidas las discusiones para entender y definir, hasta donde nos es posible hacerlo, la condición simultáneamente divina y humana del Señor Jesucristo sin traicionar la revelación bíblica en el proceso. A partir de entonces, la teología trata de entender más bien la psicología de Cristo, es decir, cómo pensaba una persona que era al mismo tiempo Dios y hombre, conjeturando, sobre todo, qué tanto sabría Cristo de toda la gama del conocimiento humano acumulado a lo largo de la historia y también qué tanto de este conocimiento poseía de manera innata y qué tanto sería aprendido. Porque es un hecho indiscutido que, en su condición humana, Cristo tuvo que aprender, como tiene que hacerlo todo ser humano en el curso de su crecimiento y desarrollo. Pero en este orden de ideas y en vista de su carácter impecable, una de las revelaciones más asombrosas del Nuevo Testamento en relación con el Señor Jesucristo es que una de las cosas que tuvo que aprender fue a obedecer. No sabemos con certeza en qué consistiría este aprendizaje más allá de afirmar que este proceso no involucró desobediencia de ningún tipo de Su parte, pero sí sabemos con precisión que en este aprendizaje el sufrimiento desempeñó un papel fundamental, pues: “Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer” (Hebreos 5:8). Algo que nos indica que el sufrimiento es, de manera ineludible, necesario para que podamos aprender verdaderamente
Sufrimiento, aprendizaje y obediencia
“El sufrimiento es revelador porque nos conduce a profundidades que de otro modo nunca hubiéramos conocido ni aprendido de ellas”
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