C. S. Lewis sostenía que el uso del pronombre posesivo puede llegar a ser una sutil pero muy eficaz estrategia fomentada por los demonios para llegar a poner al servicio de nuestro yo a Dios mismo, colocando en boca del veterano demonio Escrutopo las siguientes mordaces palabras: “Los humanos siempre están reclamando propiedades que resultan igualmente ridículas en el Cielo y en el Infierno, y debemos conseguir que lo sigan haciendo… Damos lugar a este sentimiento de propiedad no sólo por medio del orgullo, sino también por medio de la confusión. Les enseñamos a no notar los diferentes sentidos del pronombre posesivo. Las diferencias minuciosamente graduadas que van desde «mis botas»… hasta «mi Dios». Se les puede enseñar a reducir todos estos sentidos al… «mi» de propiedad”. Así, esta artimaña nos hace olvidar, no solo que no somos en realidad dueños de nada, sino tan solo administradores, sino también que cuando nos referimos a Dios con la expresión “Dios mío” o “mi Dios” no significa que Dios es propiedad nuestra y está en algún modo obligado con nosotros, como lo piensan quienes “decretan”, “proclaman” o “reclaman”presuntos derechos que Dios no tendría más opción que satisfacer, olvidando que cuando nos referimos a Él de este modo lo que estamos haciendo es declarar que nosotros somos de Su propiedad y que eso nos obliga a nosotros con Él: “Por su parte, hoy mismo el Señor ha declarado que tú eres su pueblo, su posesión preciosa, tal como lo prometió. Obedece, pues, todos sus mandamientos” (Deuteronomio 26:18)
Su posesión preciosa
“Cuando decimos ‘Dios mío’ no estamos diciendo que Dios sea nuestra posesión personal, sino afirmando más bien que nosotros somos su posesión especial”
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