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Estudios bíblicos

Sobreponiéndonos a la aflicción

Cristo nos advirtió que la vida del creyente en este mundo no está exenta de aflicción, pero al mismo tiempo nos reveló que no es ella la que tiene la última palabra: “Yo les he dicho estas cosas para que en mí hallen paz. En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Las aflicciones pueden ser tan leves como los problemas, afanes y molestias del día a día que pueden llegar a fastidiarnos y abrumarnos cuando se acumulan sobre nuestros hombros, hasta las verdaderas tragedias con efectos irreversibles, pasando por las calamidades que nos agobian por momentos, aunque sus efectos puedan llegar a revertirse con relativa rapidez. Pero la Biblia también nos revela que la aflicción puede tener causas diferentes entre sí. En primer lugar, encontramos aquellas que sobrevienen por el hecho de vivir en un mundo indiferente a Dios e incluso antagónico y hostil a Cristo y a su iglesia, dentro de la cual encontramos, por tanto, todas las formas de persecución por motivos de conciencia, pues: “»Si el mundo los aborrece, tengan presente que antes que a ustedes, me aborreció a mí. Si fueran del mundo, el mundo los amaría como a los suyos. Pero ustedes no son del mundo, sino que yo los he escogido de entre el mundo. Por eso el mundo los aborrece. Recuerden lo que les dije: ‘Ningún siervo es más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán. Si han obedecido mis enseñanzas, también obedecerán las de ustedes” (Juan 15:18-20); “Así mismo serán perseguidos todos los que quieran llevar una vida piadosa en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:12).

En segundo lugar, −aunque muy ligada a la anterior, al punto de ser muy difícil diferenciarlas en casos concretos−, encontramos la aflicción como prueba de la fe, como lo afirma el salmista: “Tú has penetrado mis pensamientos; de noche has venido a vigilarme; me has sometido a pruebas de fuego, y no has encontrado maldad en mí. No he dicho cosas indebidas” (Salmo 17:3 DHH); “Tú, Dios, nos pusiste a prueba, purificándonos como a la plata: nos dejaste caer en una trampa, descargaste un gran peso en nuestra espalda; permitiste que sobre nosotros cabalgaran, tuvimos que atravesar agua y fuego, pero tú nos llevaste a la abundancia” (Salmo 66:10-12 BLPH); Por eso, así dice el Señor Todopoderoso: «Voy a refinarlos, a ponerlos a prueba. ¿Qué más puedo hacer con mi pueblo?” (Jeremías 9:7), aflicción atribuida a Dios considerando que, en última instancia, Él debe al menos permitirla de algún modo: “─Muy bien ─le contestó el Señor─. Todas sus posesiones están en tus manos, con la condición de que a él no le pongas la mano encima. Dicho esto, Satanás se retiró de la presencia del Señor… ─Muy bien ─dijo el Señor a Satanás─, Job está en tus manos. Eso sí, respeta su vida” (Job 1:12; 2:6), pero cuya responsabilidad recae de manera directa, como puede también apreciarse aquí, sobre Satanás y sus demonios y que tiene, no obstante, el potencial de moldear para bien y fortalecer el carácter y la fidelidad del creyente llevándolo a niveles superiores de madurez en su fe y brindándole ocasión para estrechar su relación con Dios y su confianza en Él, obteniendo finalmente beneficios insospechados que hacen que el sufrimiento asociado a ella no haya sido en vano. Estos fueron los casos clásicos de Abraham: Pasado cierto tiempo, Dios puso a prueba a Abraham y le dijo:¡Abraham! ─Aquí estoy ─respondió. Y Dios le ordenó: ─Toma a tu hijo, el único que tienes y al que tanto amas, y ve a la región de Moria. Una vez allí, ofrécelo como holocausto en el monte que yo te indicaré” (Génesis 22:1-2) y del ya mencionado Job, tal vez los más proverbiales al respecto.

Sin embargo, ningún creyente está exento de ninguna de las dos, como bien lo advierte el apóstol Pedro: “Queridos hermanos, no se extrañen del fuego de la prueba que están soportando, como si fuera algo insólito. Al contrario, alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también sea inmensa su alegría cuando se revele la gloria de Cristo… Así pues, los que sufren según la voluntad de Dios, entréguense a su fiel creador y sigan practicando el bien” (1 Pedro 4:12-19), indicándonos cual es la mejor actitud para afrontarla y obtener todos los beneficios que de ella se pueden llegar a derivar: “Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constancia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada” (Santiago 1:2-4); “Y no solo en esto, sino también en nuestros sufrimientos, porque sabemos que el sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza. Y esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Romanos 5:3-5); “El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele” (1 Pedro 1:7); “Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día. Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento” (2 Corintios 4:16-17).

Por último, tenemos la aflicción como disciplina divina, imputable a la misma persona atribulada, y que es similar a la que un padre responsable ejerce con su hijo: “Reconoce en tu corazón que, así como un padre disciplina a su hijo, también el Señor tu Dios te disciplina a ti” (Deuteronomio 8:5); “Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirigen: «Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo»… Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Hebreos 12:5-11), cuyo propósito es llevar a la persona al arrepentimiento y la corrección. Infortunadamente, el cristiano, con mayor frecuencia de la que está dispuesto a reconocer, confunde esta última con alguna de las dos primeras y se niega a asumir su responsabilidad ante Dios reconociendo su falta, sino que, por el contrario, le reclama con vehemencia, prolongando innecesariamente su aflicción, ya que Dios no desistirá en su empeño de llamar a orden a sus hijos hasta que este cometido se cumpla. Y es en relación con estos casos, que son tal vez los mayoritarios, que George Berkeley dijera: “Primeramente hemos levantado la polvareda y luego nos quejamos de que no podemos ver”, o como lo sentenció Salomón mucho antes que él al decir: “La necedad del hombre le hace perder el rumbo, y para colmo se irrita contra el Señor (Proverbios 19:3). Así, pues, está en nuestras manos evitar buena parte de las aflicciones de la vida ajustando nuestra conducta a la obediencia a Dios y sobreponernos a las que no están en nuestras manos con paciencia, confianza y fe en un Dios que nos promete: “Ustedes no han pasado por ninguna prueba que no sea humanamente soportable. Y pueden ustedes confiar en Dios, que no los dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar. Por el contrario, cuando llegue la prueba, Dios les dará también la manera de salir de ella, para que puedan soportarla” (1 Corintios 10:13 DHH).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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