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Estudios bíblicos

Caballos o asnos: he ahí el dilema

La naturaleza es en la Biblia fuente de muchas útiles y gráficas ilustraciones para enseñar lecciones de vida al creyente. El Espíritu Santo nos conduce con mucha facilidad de la botánica y la zoología a la ética y la teología. Tomemos, por ejemplo, al caballo y al asno. El primero, posee cualidades muy características, que Dios mismo resalta con estas palabras en su cuestionamiento a Job: “»¿Le has dado al caballo su fuerza? ¿Has cubierto su cuello con largas crines? ¿Eres tú quien lo hace saltar como langosta, con su orgulloso resoplido que infunde terror? Patalea con furia, regocijándose en su fuerza, y se lanza al galope hacia la llanura. Se burla del miedo; a nada le teme; no rehúye hacerle frente a la espada. En torno suyo silban las flechas, brillan las lanzas y las jabalinas. En frenética carrera devora las distancias; al toque de trompeta no es posible refrenarlo. En cuanto suena la trompeta, resopla desafiante; percibe desde lejos el fragor de la batalla, los gritos de combate y las órdenes de ataque” (Job 39:19-25). Por esta causa, se convirtió en un símbolo de la hostilidad y del orgullo autosuficiente y ostentoso de los incrédulos en general y de un significativo número de creyentes. La caballería generaba una engañosa confianza entre los reyes de la antigüedad, incluyendo a los de Israel, siendo reprendidos por Dios y sufriendo aparatosas derrotas por no prestar atención a estas advertencias: “»El rey no deberá adquirir gran cantidad de caballos, ni hacer que el pueblo vuelva a Egipto con el pretexto de aumentar su caballería, pues el Señor te ha dicho: ‘No vuelvas más por ese camino’” (Deuteronomio 17:16); Les explicó:Así es cómo el rey va a gobernarlos: Les quitará a sus hijos para que se hagan cargo de los carros militares y de la caballería, y para que le abran paso al carro real” (1 Samuel 8:11).

A pesar de lo anterior: “Salomón multiplicó el número de sus carros de combate y sus caballos; llegó a tener mil cuatrocientos carros y doce mil caballos, los cuales mantenía en las caballerizas y también en su palacio en Jerusalén… Los caballos de Salomón eran importados de Egipto y de Coa, que era donde los mercaderes de la corte los compraban. En Egipto compraban carros por seiscientas monedas de plata y caballos por ciento cincuenta, para luego vendérselos a todos los reyes hititas y sirios” (1 Reyes 10:26, 28-29). Pero fue a través de Isaías que Dios sintetizó todas estas advertencias de este modo: “¡Ay de los que descienden a Egipto en busca de ayuda, de los que se apoyan en la caballería, de los que confían en la multitud de sus carros de guerra y en la gran fuerza de sus jinetes, pero no toman en cuenta al Santo de Israel, ni buscan al Señor!… Los egipcios, en cambio, son hombres y no dioses; sus caballos son carne y no espíritu. Cuando el Señor extienda su mano, tropezará el que presta ayuda y caerá el que la recibe. ¡Todos juntos perecerán!” (Isaías 31:1, 3), algo de lo cual Dios ya había dado manifiestas demostraciones: “En esa ocasión el vidente Jananí se presentó ante Asá, rey de Judá, y le dijo: «Por cuanto pusiste tu confianza en el rey de Siria en vez de confiar en el Señor tu Dios, el ejército sirio se te ha escapado de las manos. También los cusitas y los libios formaban un ejército numeroso, y tenían muchos carros de combate y caballos, y sin embargo el Señor los entregó en tus manos, porque en esa ocasión tú confiaste en él. El Señor recorre con su mirada toda la tierra, y está listo para ayudar a quienes le son fieles. Pero de ahora en adelante tendrás guerras, pues actuaste como un necio»” (2 Crónicas 16:7-9).

Por eso la dependencia y confianza del creyente debe tener su fundamento en Dios y no en la caballería disponible: “Estos confían en sus carros de guerra, aquellos confían en sus corceles, pero nosotros confiamos en el nombre del Señor nuestro Dios. Ellos son vencidos y caen, pero nosotros nos erguimos y de pie permanecemos” (Salmo 20:7-8), para concluir: “No se salva el rey por sus muchos soldados, ni por su mucha fuerza se libra el valiente. Vana esperanza de victoria es el caballo; a pesar de su mucha fuerza no puede salvar” (Salmo 33:16-17). Después de todo: “El Señor no se deleita en los bríos del caballo, ni se complace en la fuerza del hombre, sino que se complace en los que le temen, en los que confían en su gran amor” (Salmo 147:10-11), recordando en todos los casos que: “se alista el caballo para el día de la batalla, pero la victoria depende del Señor” (Proverbios 21:31). Por contraste el asno, contrario a su devaluada imagen popular, se halla asociado en honrosos términos a la tribu real de Judá y también a la de Isacar: “El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando, hasta que llegue el verdadero rey, quien merece la obediencia de los pueblos. Judá amarra su asno a la vid, y la cría de su asno a la mejor cepa; lava su ropa en vino; su manto, en la sangre de las uvas… »Isacar es un asno fuerte echado entre dos alforjas. Al ver que el establo era bueno y que la tierra era agradable, agachó el hombro para llevar la carga y se sometió a la esclavitud” (Génesis 49:10-11, 14-15). Asimismo, Dios utilizó a una burra para reprender al profeta y hacerle ver su necedad: “Balán se levantó por la mañana, ensilló su burra, y partió con los gobernantes de Moab. Mientras iba con ellos, la ira de Dios se encendió y en el camino el ángel del Señor se hizo presente, dispuesto a no dejarlo pasar. Balán iba montado en su burra, y sus dos criados lo acompañaban. Cuando la burra vio al ángel del Señor en medio del camino, con la espada desenvainada, se apartó del camino para meterse en el campo. Pero Balán la golpeó para hacerla volver al camino” (Números 22:21-33).

Adicionalmente la iconografía clásica del nacimiento de Cristo ubica en el pesebre a un asno como testigo. Y aunque esto es muy probable, no deja de ser conjetural. Lo que si es seguro es que un asno estuvo con el Señor en los días previos a su muerte prestándole un importante servicio. La entrada triunfal de Cristo a Jerusalén en el domingo de Ramos fue en un asno: “Le llevaron, pues, el burrito a Jesús. Luego pusieron encima sus mantos, y él se montó… Jesús encontró un burrito y se montó en él, como dice la Escritura: «No temas, oh hija de Sión; mira, que aquí viene tu rey, montado sobre un burrito»” (Marcos 11:7; Juan 12:14-15), en cumplimiento de lo profetizado por Zacarías: “¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! Mira, tu rey viene hacia ti, justo, Salvador y humilde. Viene montado en un asno, en un pollino, cría de asna” (Zacarías 9:9) y en notorio contraste y contravía con lo establecido y acostumbrado por los gobernantes de la época, marcando así distancias con ellos. El asno es, pues, un símbolo de la paz y del servicio humilde que debe caracterizar al creyente a imitación de su Señor. Por eso, antes de que Dios nos “tumbe del caballo” ─expresión que ha hecho carrera para hacer referencia al episodio de conversión de Pablo en el camino de Damasco, por el hecho de haber sido humillado y arrojado al suelo a causa de la aparición de Cristo exaltado y glorificado─; debemos bajarnos nosotros mismos de él y ofrecerle nuestros lomos como honrosos asnos de carga para su causa. Porque, aunque sea una metáfora, ser la cabalgadura de Cristo es la honra más grande que ser humano alguno puede alcanzar en este mundo, dependiendo de que prestemos atención o no a su amonestación: “No seas como el mulo o el caballo, quo no tienen discernimiento, y cuyo brío hay que domar con brida y freno, para acercarlos a ti” (Salmo 32:9).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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