La disciplina forma parte de la actividad divina para con su pueblo, ya sea mediada por Él a través de los conductos regulares e institucionales en la iglesia o al margen de ella. De hecho, la disciplina correctiva y restaurativa es un derecho que nuestra condición de hijos de Dios nos confiere delante de Él, como nos lo recuerda el Señor: “Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirige: «Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo.» Lo que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando como a hijos. ¿Qué hijo hay a quien el padre no disciplina? Si a ustedes se les deja sin la disciplina que todos reciben, entonces son bastardos y no hijos legítimos… En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Hebreos 12:5-11). Por eso, si bien la disciplina puede llegar a ser dolorosa, como lo son eventualmente las pruebas de fe por las que también tengamos que pasar, su naturaleza es diferente, así como lo debe ser nuestra respuesta a cada una de ellas, pues en medio de la prueba debemos seguir confiando en Dios para que nuestra fe salga, al cabo, fortalecida, mientras que en la disciplina debemos arrepentirnos, confesar y corregir
Sin disciplina somos bastardos
“Si piensas que Dios te está probando cuando en realidad te disciplina, seguirás afligido hasta que reconozcas la diferencia”
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