En medio de la amargura que su dura prueba generó en él, debido a la incapacidad de comprender las razones de que ésta le hubiera sobrevenido en vista de la integridad en que había andado toda su vida, insatisfecho y fastidiado además con las explicaciones prefabricadas e indolentes de sus amigos; Job se desahoga con sarcasmo atribuyendo lo que le sucede a Dios, haciendo mordaces e incisivas afirmaciones con las que intenta aguijonearlo para encontrar respuestas de Él en vista de que no parece importarle lo que le está sucediendo, atribuyéndole lo siguiente: “Todo es lo mismo; por eso digo: ‘Al íntegro y al malvado destruye por igual’. Si alguna plaga acarrea la muerte repentina, él se burla de la angustia del inocente. Si algún malvado se apodera de un terreno, él tapa los ojos a los jueces. Si no lo hace él, ¿entonces quién?” (Job 9:22-24). Y si bien es cierto que su acusación señalando a Dios de no distinguir ni dar trato diferente al íntegro y al malvado, así como Su presunta burla hacia la angustia de los inocentes y su indiferencia, haciendo la vista gorda y ocultando la injusticia, no están ceñidas a la verdad y se entienden como un producto comprensible y hasta cierto punto disculpable de su profundo sufrimiento y el ofuscamiento y amargura que éste le produce ꟷalgo de lo cual se arrepiente al final del libroꟷ; sí acierta de todos modos cuando afirma que nada sucede sin Su voluntad, pues si Dios es soberano, aunque lo que suceda no sea Su voluntad expresa, no puede suceder sin el permiso de Su voluntad, como se revela al lector en los dos primeros capítulos del libro
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