Dentro de los sacrificios de la voluntad, no ya rituales y literales de carácter cruento que el Antiguo Testamento ordenaba, el llamado “sacrificio de alabanza” mantiene toda su vigencia en el Nuevo Testamento. La alabanza a Dios, en la medida en que consiste en la exaltación verbal que le dirigimos y llevamos a cabo, enalteciendo y ensalzando Su Nombre a causa de lo que Él hace, más que lo que Él es ꟷque sería más bien adoraciónꟷ, no es siempre fácil ni surge de manera espontánea y natural, pues nunca lograremos percibir a cabalidad lo que Dios está haciendo en la historia humana en general, ni tampoco en nuestras historias personales y las de quienes amamos en particular, sino que, usualmente, sólo logramos ver atisbos de todo ello y nada más, que son los que Dios y nuestro limitado conocimiento y capacidades de percepción y discernimiento espiritual nos lo permiten. Por eso, al no poder ver el cuadro completo que Dios sí ve con todas sus variables al detalle, nuestra alabanza a Dios tiende a ser fluctuante y a variar en la intensidad y facilidad con la que brota de nuestros labios, pues en especial en tiempos difíciles, nos cuesta trabajo percibir lo que Él está haciendo en nuestras vidas, al punto que pareciera que por momentos no está obrando de ningún modo para nuestro bien y bienestar de manera evidente, con mayor razón cuando estamos pasando por pruebas para afirmar nuestra fe. Por eso el autor sagrado recomienda: “Así que ofrezcamos continuamente a Dios, por medio de Jesucristo, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15)
Sacrificio de alabanza
“Hay circunstancias en las cuales alabar a Dios implica un sacrificio de la voluntad, pero es un sacrificio siempre recomendable”
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