Dada la condición caída del mundo y las injusticias y el mal que nos rodea y afecta de manera personal en mayor o menor grado, procedente tanto del exterior como del interior de nuestro ser y que hace presa de nosotros y de nuestros semejantes por igual; las quejas tienen su lugar y su momento en la vida humana, y están, por tanto, justificadas en situaciones concretas y puntuales de nuestra existencia. Pero la actitud permanentemente quejumbrosa que sobredimensiona, además, sus causas, no es provechosa y puede convertirse en una postura molesta para quienes nos rodean, sofocando la alegría y la gratitud que de todos modos deberíamos cultivar al procurar enfocarnos más en lo que tenemos que en lo que no tenemos. Quejas cuya motivación suele ser en el fondo el deseo revanchista de vengarnos de algún modo de la vida que nos ha tocado en suerte, como lo declaraba Nietzsche al decir que: “la queja… puede dar a la vida un aliciente que la haga soportable: en toda queja hay una dosis refinada de venganza”. Por supuesto que, en relación con esto, también deberíamos esmerarnos por no convertirnos gratuitamente en un motivo de queja para otros, con toda la culpa y la desaprobación de Dios que esto nos puede acarrear, como se nos exhorta a hacerlo en el contexto de la iglesia de la que formamos parte con estas concluyentes palabras: “Obedezcan a sus dirigentes y sométanse a ellos, pues cuidan de ustedes como quienes tienen que rendir cuentas. Obedézcanlos a fin de que ellos cumplan su tarea con alegría y sin quejarse, pues el quejarse no les trae ningún provecho” (Hebreos 13:17)
La actitud quejumbrosa
“Lo único que las quejas logran es alimentar en nosotros un infantil ánimo revanchista hacia las circunstancias y las personas”
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