El énfasis en el amor y en la exposición y defensa de la llamada “sana doctrina” son dos constantes que corren paralelas a lo largo del Nuevo Testamento y que deben balancearse adecuadamente para no terminar honrando una de las dos en perjuicio de la otra. Así, no podemos hacer de la defensa de la sana doctrina un factor continuo de discusión y un “garrote” para golpear de manera desconsiderada y aleve a quienes no comparten nuestra fe o, incluso a quienes, compartiéndola, no la entienden como es debido y la malinterpretan al punto de afectar algún aspecto de la sana doctrina. Pero, por otro lado, en nombre del amor en nuestro trato con los demás, y en especial con quienes no comparten nuestra fe e incluso la cuestionan y difaman, no podemos transigir y ceder al punto de evitar y rehuir la controversia por causa de la sana doctrina, presuntamente en aras de la armonía, la aceptación irrestricta y las buenas relaciones. Sobre todo, en estos tiempos de relativismos, pluralismos y multiculturalismos incluyentes y sin criterio como los que alimentan el llamado “pensamiento políticamente correcto” que tiraniza la opinión pública y que ve con malos ojos y de manera condenatoria el simple hecho de disentir y manifestar públicamente nuestros desacuerdos con las creencias de otros, juzgándolo como un acto de mal gusto o de irrespetuosa mala educación, así se lleve a cabo con respeto y argumentos sólidos y bien expuestos. Por todo lo anterior y sin perjuicio del amor, la exhortación sigue, pues, vigente: “Tú, en cambio, predica lo que va de acuerdo con la sana doctrina” (Tito 2:1)
Predica la sana doctrina
“Se dice que el amor une y la doctrina divide, pero en nombre del amor no se puede ignorar la sana doctrina para aceptarlo todo”
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