Jehú, ungido como rey de Israel por el profeta Eliseo en cumplimiento de las instrucciones dadas por Dios a su antecesor, el profeta Elías, llevó a cabo una purga muy minuciosa en Israel de todas las prácticas idólatras asociadas al culto a Baal que el rey Acab y su esposa Jezabel habían introducido y promovido, contaminando a toda la nación con ellas, para lo cual procedió a ejecutar en primer lugar a su hijo Jorán que reinaba en ese momento en Israel, continuando luego con su madre Jezabel, siguiendo entonces con todos los demás hijos y familiares de Acab y concluyendo con todos los israelitas que persistían en el culto a Baal: “De esta forma Jehú erradicó de Israel el culto a Baal. Sin embargo, no se apartó del pecado que Jeroboán, hijo de Nabat, hizo cometer a los israelitas, es decir, el de rendir culto a los becerros de oro en Betel y en Dan” (2 Reyes 10:28-29). Esta salvedad hecha por el escritor sagrado manchó el legado de Jehú, que si bien mostró celo para erradicar la idolatría alrededor del culto a Baal y Aserá, no mostró el mismo celo en su propia vida para erradicar la muy arraigada idolatría iniciada generaciones atrás por el primer rey de Israel: Jeroboán, al instituir el culto a los becerros de oro en Dan, al norte, y en Betel, al sur. Como resultado de esto: “Por aquel tiempo, el Señor comenzó a reducir el territorio israelita. Jazael atacó el país por todas las fronteras: desde el Jordán hacia el este, toda la región de Galaad, ocupada por las tribus de Gad, Rubén y Manasés; y desde la ciudad de Aroer, junto al arroyo Arnón, hasta las regiones de Galaad y Basán” (2 Reyes 10:32-33)
No se apartó del pecado de Jeroboán
“De poco sirven las purgas externas llevadas a cabo contra los ídolos si no llevamos a cabo también una purga en el mismo sentido en nuestro interior”
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