Una decisión difícil
Uno de los temas recurrentes en la política de nuestros países en el tratamiento de los temas bilaterales y multilaterales de las naciones del hemisferio, es el muy espinoso asunto del problema del tráfico, comercialización y consumo de drogas ilícitas, un negocio multimillonario que, para más señas, ha financiado sin excepción la violencia de todos los grupos armados en Colombia, sin distinción de causa ni ideología, desde los declarados e internacionalmente conocidos carteles de la droga, pasando por los diferentes grupos guerrilleros de izquierda, los grupos paramilitares de derecha que surgieron para combatir a la guerrilla y a todo lo que oliera a pensamiento de izquierda y, luego de la desmovilización de buena parte de estos últimos y la firma del acuerdo de paz con las FARC, el principal, más numeroso y más antiguo grupo guerrillero de la nación, sigue financiando a las llamadas bandas criminales de los disidentes de ambos bandos que no se desmovilizaron ni se cobijaron bajo el acuerdo de paz.
La postura cristiana clásica al respecto suele ser una condenación absoluta de todas las actividades involucradas en el asunto debido, básicamente, a que son ilegales y a que también los argumentos jurídicos para declarar la ilegalidad de estas actividades son del todo compatibles con los argumentos teológicos y doctrinales que refuerzan estas condenaciones al declarar pecaminosas las actividades en cuestión. Por lo tanto, la iglesia se ha inclinado siempre a rechazar sin siquiera considerarla cualquier propuesta de legalización ‒provenga de donde provenga‒ por razones de conciencia.
De la represión a la legalización
Ahora bien, sin dejar de reconocer el fundamento y la racionalidad ética y teológica que subyace en este rechazo, lo cierto es que la iglesia no ha podido evitar entrar en la creciente dinámica social que está revisando y revaluando estas posturas a la luz del sonado y cada vez más evidente fracaso de las políticas represivas de las últimas cuatro décadas, que han generado una espiral de violencia y derramamiento de sangre tan absurda y dolorosa que está conduciendo a la sociedad a concluir que el remedio aplicado es peor que la enfermedad que se pretendía curar sin éxito.
Por todo lo anterior el discurso a favor de, ya sea la legalización, descriminalización o despenalización del consumo de las drogas de mayor demanda masiva en las sociedades ricas del Primer Mundo, tales como la marihuana y la cocaína, no está haciendo presencia de manera cada vez más perentoria e insistente únicamente en los círculos intelectuales y políticos de las naciones desarrolladas del mundo occidental ‒las mayores consumidoras de estas drogas‒, sino que está incursionando incluso en espacios inimaginables hace tan sólo una década, como por ejemplo la agenda de eventos de la envergadura de la Cumbre de las Américas, que cuenta con la presencia habitual del poderoso Tío Sam, quien es a la par y de manera paradójica el consumidor por antonomasia y el mayor promotor de las políticas de represión y enemigo acérrimo de todo lo que huela a legalización. En especial si la legalización cobija a las naciones productoras en vías de desarrollo y no se limita a sus propias fronteras, como se está dando con el consumo de la marihuana en varios estados de la unión americana.
La lógica de la legalización
Al interior de la iglesia también están apareciendo voces disidentes en relación con la postura tradicional que abogan por una legalización controlada como el mal menor ante la ausencia de alternativas reales que puedan considerarse buenas. La posición incontaminada e idealista que condena tráfico, comercialización y consumo por igual está demostrando ser simplista, moralista e ingenua, por decir lo menos. Teólogos como los hermanos Reinhold y Richard Niebuhr, oriundos precisamente de Norteamérica, llamaron nuestra atención a la complejidad del mundo moderno en el cual ya no es posible ver las cosas en blanco y negro, eligiendo el blanco por encima del negro, sino que las alternativas son frecuentemente diversos tonos de grises y nada más. Así, pues, todo el espectro que va de la represión a la legalización son, todas, malas opciones, pero no hay más de donde escoger y dado que la represión ya ha tenido su oportunidad con un balance innegablemente negativo y fracasado, cada vez más personas dentro y fuera de la iglesia piensan que la legalización controlada puede llegar a ser la opción menos mala.
Este cambio en el punto de vista cristiano va en línea con el discurso y la contundente lógica realista de pensadores seculares tan prestigiosos como el filósofo de la ciencia judío, Karl Popper, quien en su obra Utopía y violencia afirmaba que: “… no podemos establecer el paraíso en la tierra. Lo que sí podemos es, en cambio, hacer la vida un poco menos terrible y un poco menos injusta en cada generación”. Del mismo modo el reconocido filósofo y economista indio Amartya Sen, ganador del nobel de economía, declaraba: “Lo que nos mueve… no es la percepción de que el mundo no es justo del todo… sino que hay injusticias claramente remediables en nuestro entorno”. Todo lo cual significa que aunque no nos guste, hay problemáticas que no podemos resolver sino tan sólo paliar o amansar un poco, confirmando lo dicho por Nicolás Gómez Dávila en el sentido que: “La sabiduría no consiste en resolver problemas sino en amansarlos”.
Además, el debate alrededor de estos asuntos en la iglesia toca otros aspectos teológicos tan fundamentales como el de la libertad de examen y de conciencia y la consecuente responsabilidad del ser humano ante Dios. Precisamente, el sociólogo protestante alemán Max Weber distinguía entre actuar por la “ética de las convicciones de conciencia” o por la “ética de la responsabilidad”, prefiriendo la segunda de ellas en la medida en que no se limita, como la primera, a que “el cristiano obra bien y pone el resultado en manos de Dios”, sino que, por encima de ello, quien obra por la ética de la responsabilidad está dispuesto más bien a responder por las consecuencias de sus acciones. Y concluye que en política es imperativo actuar por la ética de la responsabilidad.
La separación entre iglesia y estado
Por otra parte, la libertad de examen y de conciencia y la separación entre iglesia y estado traza a este último, límites que no debe franquear. En este sentido los cristianos tal vez tengamos que darle la razón al columnista Alfredo Rangel al decir: “En una democracia liberal, el Estado no tiene ningún derecho a proteger a un individuo de sí mismo, ni a establecer estándares de moral ni de vida íntima virtuosa”. Porque con todo y que los cristianos seamos conservadores en asuntos de ética y moralidad, cabe preguntarse si es conveniente y correcto que los asuntos que caen dentro de la libertad de examen y de conciencia y conciernan al fuero íntimo y privado de las personas, sean legislados y reglamentados por el estado por medio de un intervencionismo prohibitivo que criminalice las prácticas de los individuos que puedan llegar a ser autodestructivas, tales como el consumo de drogas narcóticas y alucinógenas. Esto sin desconocer que estas prácticas traen sutiles o manifiestos efectos colaterales que afectan negativamente en mayor o menor grado el entorno social inmediato de quienes las llevan a cabo, perjudicando a la postre a la sociedad de la que forman parte
Sea como fuere, en este ámbito privado e íntimo de la persona el único que puede entrar es Dios y nadie más, y esto no sin que la persona le curse una humilde invitación para hacerlo. Porque es únicamente en este campo de la conciencia humana individual iluminada por Dios mismo en donde se forjan las persuasiones y convicciones de quienes no tienen que remitirse a estándares morales sociales ni a legislaciones humanas para hacer lo bueno y lo correcto.
El hecho es que no es fácil identificar los límites entre lo social en lo cual el estado tiene siempre injerencia y lo estrictamente individual en el que ya no la tiene. El consumo de drogas narcóticas y alucinógenas es una de estas áreas grises y, por extensión, todas aquellas dinámicas en que la persona se lastima a sí misma de manera voluntaria y más o menos consciente, sin que al hacerlo esté lastimando directa o expresamente a los demás. Además, prácticas sociales tanto o más censurables y destructivas son permitidas por la ley, tales como el consumo de tabaco y de bebidas embriagantes, incurriendo así en una inquietante contradicción al catalogar como delito el consumo de drogas ilícitas. Al fin y al cabo Dios es el único que puede juzgar en este campo e iluminar también nuestra conciencia sin violentar su libertad, tal y como no los revelan las Escrituras de tal modo que: “… si los guía el Espíritu, no están bajo la ley” (Gálatas 5:18). Porque los resultados de la represión sistemática del tráfico, comercialización y consumo de las drogas ilícitas parece darle de nuevo la razón a Alfredo Rangel en cuanto a que: “Hacer de todo pecado religioso un delito ha llevado a la humanidad a momentos de crueldad, barbarie e intolerancia”. Por último, se equivocan quienes argumentan en contra de la legalización, descriminalización o despenalización de la droga indistintamente al sostener que, por este camino, tendríamos que hacer lo mismo con todos los delitos que no podamos reprimir eficazmente, como el robo y el asesinato, pues estas últimas acciones no caen de ningún modo en el campo de la libertad de examen y de conciencia.
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