La difusa frontera entre lo secreto y lo encubierto
Hablar de la intimidad puede ser al mismo tiempo estimulante y abrumador. Estimulante porque, en el cristianismo con especialidad, la intimidad es el escenario primario y principal de todas las dinámicas de la fe en el encuentro con Dios en la persona de Cristo, como lo declaró puntualmente el rey David en el salmo 51:6: “Yo sé que tú amas la verdad en lo íntimo; en lo secreto me has enseñado sabiduría”. Circunstancia que llevó a Agustín a decir acertadamente que Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Pero abrumador, precisamente, por todo lo que puede llegar a abarcar el ocuparnos de un fuero tan vasto como lo es la intimidad, que es la fuente del auténtico mejoramiento y enriquecimiento de la persona humana en todos los demás frentes de su actividad y desempeño privado y público.
A propósito de lo privado, el derecho a la privacidad se superpone y confunde con el también llamado “derecho a la intimidad”, ambos consagrados en las legislaciones de la mayoría de las naciones desarrolladas en la actualidad, aunque no son exactamente lo mismo. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define la privacidad como el “ámbito de la vida… que se tiene derecho a proteger de cualquier intromisión” y la intimidad como la “zona espiritual… reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia”. Estas definiciones, si bien diferentes entre sí, nos permiten ver también las razones de la confusión y superposición entre ambos conceptos, como si fueran siempre sinónimos equivalentes y mutuamente intercambiables.
La protección de la privacidad e intimidad de las personas se ha vuelto más urgente por causa de la circulación masiva de información por medio de la interconexión tecnológica en que nos encontramos y de los múltiples canales de comunicación que esta interconexión ha hecho posibles. En un contexto como éste, como lo dijo David Plotz: “El primer defecto de la privacidad es que a la gente le importa mucho la propia, pero muy poco la ajena”. Ciertamente, estamos muy prontos a exigir este derecho, pero menos dispuestos a respetarlo en los demás. La defensa de la privacidad es legítima, sobre todo cuando con ello buscamos preservar esos agradables, necesarios, reveladores y transformadores espacios de reflexión, reposo e intimidad con Dios, al igual que con nosotros mismos y con nuestros seres queridos. Pero comienza a tornarse sospechosa cuando lo que pretendemos al invocarla es encubrir aquello que no deseamos que salga a la luz, por temor a que nuestro verdadero carácter y sus aspectos punibles queden expuestos públicamente, para vergüenza y perjuicio nuestro.
Quizá esto explique por qué nos sentimos tan atraídos cuando la privacidad del prójimo es vulnerada, dejando al descubierto censurables y escandalosas facetas de su vida, tendencia muy bien aprovechada en la actualidad por los llamados “realities”. El sensacionalismo amarillista de los medios explota esta inclinación de la naturaleza humana que anhela observar la caída de esos ídolos de barro erigidos con los personajes públicos admirados y envidiados por la sociedad, viéndolos así descender a los niveles del hombre común, para comprobar que ellos, más allá del glamour, la sofisticación y las candilejas con los que se adornan, también se revuelcan en el fango, al igual que el resto de los mortales, sin distinción de clase o condición social, dándole la razón a Kant al declarar que: “La riqueza ennoblece las circunstancias del hombre pero no al hombre mismo”, y confirmando la revelación bíblica en el sentido que el pecado es un flagelo universal que afecta a todos sin excepción y que tarde o temprano nos pone en evidencia ante los demás.
Ahora bien, al abordar el derecho a la intimidad y a la privacidad de las personas debemos reconocer la legitimidad de los secretos, como lo sostiene Alfredo Rangel: “No es… correcto ni leal… sugerir que detrás de todo secreto hay siempre un delito o que las cosas se ocultan porque son ilegales o inmorales… Así como los Estados no pueden existir sin ciertos secretos, las personas no pueden vivir sin cierta vida privada. Por eso las leyes lo garantizan”. Porque, si bien el secretismo sistemático no deja de generar sospechas de encubrimiento por parte de las personas o instituciones que lo fomentan y da pie a todo tipo de teorías que ven detrás del secretismo institucional perversas conspiraciones en contra de la humanidad en general, también es cierto que guardar secretos es un legítimo derecho e incluso una necesidad humana, tanto a nivel personal e individual como a nivel institucional, sin que se esté obrando mal por ello. Si el secreto fuera por sí mismo una señal pecaminosa, el propio Dios sería puesto en entredicho, ya que Él mantiene en secreto con todo derecho “información privilegiada”: “»Lo secreto le pertenece al Señor nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a nosotros y a nuestros hijos para siempre, para que obedezcamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29:29).
Así, pues, hay secretos que pueden buscar encubrir actividades censurables y condenables, pero también secretos necesarios e incluso obligatorios que no incurren en encubrimientos de ningún tipo. Por supuesto, ante Dios no hay secretos en lo absoluto. Pero en el sermón del monte Él mismo ordenó mantener en secreto actividades de la vida cristiana tales como la generosidad, la oración y el ayuno, que deben practicarse fundamentalmente en secreto, sin hacer ostentación publica de ellas, pues esto les resta su efectividad. Por todo lo anterior y mientras el Señor Jesucristo no regrese todavía a juzgar los secretos de todas las personas, los creyentes debemos guardar la debida discreción y respetar todos los espacios en que los secretos son legítimos y no pueden ventilarse impunemente, puesto que: “La gente chismosa revela los secretos; la gente confiable es discreta” (Proverbios 11:13). Pero al mismo tiempo, debemos procurar que nuestro fuero privado permanezca siempre iluminado y bajo el escrutinio constante de la luz divina de Jesucristo, que es la única que puede diagnosticar y curar eficazmente en lo secreto nuestros pecaminosos defectos de carácter antes de que estos puedan llegar a hacerse públicos en el momento menos pensado, para la morbosa fruición y señalamientos incisivos de los demás y también para el vano consuelo de todos los que los padecen de manera más marcada y crónica que nosotros mismos. Dios protege nuestros secretos legítimos, pero no nuestros encubrimientos pecaminosos, pues: “Todos ustedes son hijos de la luz y del día… los que se emborrachan, de noche se emborrachan. Nosotros que somos del día, por el contrario, estemos siempre en nuestro sano juicio…” (1 Tesalonicenses 5:5-8).
Finalmente, un factor que está contribuyendo a afectar la evangelización persona a persona que ha caracterizado a la iglesia siempre en mayor o menor grado a lo largo de su historia es, en palabras del teólogo Dietrich Bonhoeffer: “la práctica privada de la virtud”, es decir, la pretensión de muchos creyentes de: “conservar su intachabilidad privada de la contaminación que produce una conducta responsable en el mundo”, al ceder a la sutil imposición condescendiente que caracteriza al pensamiento políticamente correcto, en el sentido de que la fe, la piedad y las convicciones religiosas son algo que concierne estrictamente al fuero íntimo y a la esfera privada del individuo y que es ahí a donde debe restringirse o limitarse, pues la vida pública debe dirigirse con criterios diferentes. Así, el pensamiento secular está dispuesto a “tolerar” a la religión y a hacer la vista gorda ante ella siempre y cuando su práctica se circunscriba al ámbito rigurosamente personal o, a lo sumo y como gran cosa, al reducto eclesiástico del templo y sus instalaciones. De exceder estos delimitados linderos, como de algún modo ocurre siempre con toda iniciativa evangelística, la fe corre el riesgo de ser atacada y descalificada.
Pero estos malabares son inadmisibles para un cristiano auténtico, pues no son más que peligrosos actos de equilibrismo sobre una cuerda demasiado floja para podernos sostener. Lo público y lo privado no pueden, pues, desvincularse impunemente en la vida cristiana. Y en conexión con ello el pecado de omisión, aquel que “no le hace mal”, pero tampoco ningún bien a nadie, no puede seguirse justificando al amparo de este equivocado esquema que disocia lo privado de lo público, pues sea como fuere: “… comete pecado todo el que sabe hacer el bien y no lo hace” (Santiago 4:17). En conclusión, para un creyente el derecho a la intimidad y a la privacidad no debe esgrimirse, ni para encubrir pecados y mantenerlos ocultos de manera impune, ni para eludir las responsabilidades públicas que como cristianos tenemos con el mundo.
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