La dirigencia de la iglesia nunca ha logrado evitar las prácticas mágicas por parte de sus miembros a pesar de estar llamada a denunciarlas y combatirlas. Y en muchos casos, como sucede en un significativo número de megaiglesias pentecostales, esa misma dirigencia ha terminado fomentándolas. Sea como fuere, lo cierto es que las actitudes mágicas siempre rondan a la fe saludablemente ejercida y amenazan con distorsionarla y pervertirla debido a que la línea que separa a la una de la otra es tan delgada que un significativo número de creyentes la traspasan en perjuicio propio y sin darse cuenta. Entre las formas de magia practicadas en la iglesia en general, sin perjuicio de los señalamientos particulares que debamos hacer a cada una de sus grandes ramas, encontramos el ritualismo, en especial entre católicos y ortodoxos con su sacramentalismo y culto a las imágenes y las reliquias, y el irreverente y grosero utilitarismo y pragmatismo de los evangélicos que, en el marco del llamado “movimiento de la fe”, le hacen demandas a Dios mediante declaraciones en las que pretenden hacer de Él nuestro sirviente, obligado a complacernos. Mantiene, pues, su vigencia la advertencia contra la magia en cualquier forma: “Nadie entre los tuyos deberá sacrificar a su hijo o hija en el fuego; ni practicar adivinación, brujería o hechicería; ni hacer conjuros, servir de médium espiritista o consultar a los muertos. Cualquiera que practique estas costumbres se hará abominable al Señor, y por causa de ellas el Señor tu Dios expulsará de tu presencia a esas naciones” (Deuteronomio 18:10-12)
Nadie entre los tuyos deberá practicarla
“La magia y la superstición están prohibidas y condenadas en la Biblia, pero los creyentes a veces viven su fe de maneras mágicas y supersticiosas”
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