La muerte es el enemigo final. Es el rasero último de la condición y la existencia humana. La desobediencia de nuestros primeros padres a instancias del diablo la introdujo al vedarnos el acceso al árbol de la vida, conforme a la advertencia divina de que el día que desobedecieran y comieran del árbol de la ciencia del bien y del mal, ciertamente morirían, pues, aunque la sentencia no se haya ejecutado de manera inmediata, al final y a partir de Adán y Eva todos morimos de manera inexorable. Desde entonces la muerte es el arma definitiva del arsenal de Satanás en contra de la humanidad, en especial por la manera en que cierra por completo la posibilidad de ser redimidos en Cristo a quienes no la aprovecharon en vida, que es la tragedia más grande que la muerte conlleva. Aun el Señor Jesucristo, Dios hecho hombre por nosotros, al participar de la condición humana, participó también de la muerte. Y no cualquier muerte, sino “muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Sin embargo, fue gracias a esto que Cristo venció a la muerte al volver a la vida en condición inmortal e incorruptible para no morir jamás, anunciando y garantizando este mismo destino final a sus redimidos: “Por tanto, ya que ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza humana para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte -es decir, al diablo-, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida” (Hebreos 2:14-15), dando así cumplimiento al anuncio: “… los libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol” (Oseas 13:14 RVR60)
Muerte yo seré tu muerte
“Cristo venció al diablo justo con la misma arma que él ha utilizado para intimidar y esclavizar a la humanidad por milenios”
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