Los seres humanos somos seres paradójicos, pues por causa de la imagen y semejanza divinas plasmadas en cada uno de nosotros, contenemos lo mejor del universo. Pero por causa de la caída en pecado de nuestros primeros padres, contenemos también lo peor. Creación y caída se conjugan, entonces, para darnos una semblanza de nosotros mismos en la cual nuestro peor enemigo somos, con frecuencia, nosotros mismos. La redención inclina la balanza para entender que, a los ojos de Dios, la dignidad que Él nos concedió al crearnos a su imagen y semejanza prevalece y prevalecerá al final sobre la indignidad que la caída acarreó, aunque por momentos nos cueste creerlo, agobiados por el peso de nuestras indignidades. Pero al hacerse hombre en la persona de Cristo, Dios reivindicó en sí mismo la dignidad humana original y el papel que estábamos llamados a cumplir como representantes y corregentes suyos en el gobierno del mundo, puesto que: “Como alguien ha atestiguado en algún lugar: «¿Qué es el hombre, para que en él pienses? ¿Qué es el ser humano, para que lo tomes en cuenta? Lo hiciste un poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra; ¡todo lo sometiste a su dominio!» Si Dios puso bajo él todas las cosas, entonces no hay nada que no le esté sujeto…” (Hebreos 2:6-8), una referencia al salmo 8 que les recuerda a los evolucionistas cristianos que no somos un hecho fortuito, sino que poseemos una dignidad única que no procede del azaroso principio de la selección natural, pues el universo entero sabía que veníamos, porque Dios así lo determinó
La dignidad humana
“El cristianismo puede dialogar con un evolucionismo que atribuye al ser humano una dignidad especial sobre los demás seres”
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