Prestarles atención a los argumentos de nuestros interlocutores y considerar de manera honesta y reflexiva su posible validez y poder de convicción cuando contradicen nuestra propia postura, es fundamental para la convivencia social y el saludable y constructivo entendimiento entre los seres humanos. Sin embargo, al final de cuentas, si sus planteamientos no son acertados al no coincidir ni interpretar correctamente los hechos en cuestión, no tenemos por qué ceder a ellos, sino que, por el contrario, estamos obligados en conciencia a no darles la razón, como lo hizo Job en relación con las explicaciones de sus amigos que insistían en atribuirle culpas de las que su conciencia en realidad no lo acusaba, por lo cual: “Jamás podré admitir que ustedes tengan la razón; mientras viva insistiré en mi integridad. Insistiré en mi inocencia; no cederé. Mientras viva, no me remorderá la conciencia” (Job 27:3-4). Y si bien en el caso de los cristianos la Biblia es normativa y es el último tribunal de apelación para toda cuestión práctica que involucre toma de decisiones, su lectura, estudio y comprensión tienen el propósito de iluminar nuestra conciencia, no prescindir de ella. Por eso en último término Dios nos ordena obrar conforme a nuestra conciencia: “Así que la convicción que tengas tú al respecto, mantenla como algo entre Dios y tú. Dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace. Pero el que tiene dudas en cuanto a lo que come se condena; porque no lo hace por convicción. Y todo lo que no se hace por convicción es pecado” (Romanos 14:22-23)
Mientras viva, no cederé
"Si luego de oír las razones de nuestros interlocutores no podemos estar de acuerdo con ellos, debemos insistir en lo que la conciencia nos dicta”
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