El tema de nuestra conferencia del mes ha sido muy polémico a lo largo de la historia de la iglesia, ya que, lamentablemente, el divorcio es una realidad que ha formado parte de la historia de la humanidad desde sus mismos inicios y, lamentablemente, no ha estado ausente tampoco en la iglesia en sus dos mil años de historia. Por el contrario, la tasa de divorcios crece en el mundo y la iglesia no es del todo ajena a estas tendencias, no sólo por su deber de acoger y orientar de manera correcta, compasiva y constructiva a quienes llegan al evangelio arrastrando uno o más fracasos matrimoniales, sino también porque la experiencia nos demuestra que tristemente la conversión a Cristo no siempre ha tenido como efecto sobre el creyente el hecho de estar ya por completo exento de pasar por un divorcio, más doloroso aún en este caso por la mayor culpabilidad que la conciencia cristiana genera en los creyentes que recurren o se ven abocados a él.
Es de tanta actualidad este tema que existen numerosos libros cristianos que lo abordan de manera expresa y todos ellos coinciden en general con lo que aquí se va a exponer a vuelo de pájaro. En el tratamiento de este tema puede ser muy tentador pasar de una vez al tema del divorcio dando por sentado lo que tiene que ver con el matrimonio en sí. Pero no debemos ceder a esta tentación, para no trivializar el tratamiento del divorcio y la única manera de no hacerlo es verlo contrastado con la institución matrimonial tal como ésta se nos revela en el contexto de la Biblia y el evangelio de Cristo. Por eso debemos abordar en su debido orden los tres temas mencionados en el título, comenzando, pues, por el matrimonio.
Matrimonio
El matrimonio es una institución divina cuyo origen se remonta a la creación misma cuando Dios declara: “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser” (Génesis 2:24) a lo cual el Señor Jesucristo añadió: “Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mateo 19:6). Valga decir que la reglamentación que concierne al matrimonio fue a su vez delegada por Dios en las autoridades humanas por Él mismo establecidas para éste y otros propósitos relativos al orden social. Con base en lo anterior, lo primero que debemos decir es que en el contexto cristiano únicamente podemos llamar matrimonio a la unión monógama y heterosexual entre un hombre y una mujer debidamente perfeccionada como tal ante la autoridad civil, independiente del hecho de si la pareja ha recibido o no la bendición eclesiástica sobre su unión civil.
En otras palabras el matrimonio civil entre un hombre y una mujer es un matrimonio absolutamente legítimo ante los ojos de Dios al margen de se haya o no celebrado ante una autoridad eclesiástica que lo único que está llamada a hacer es a bendecir la unión ya celebrada civilmente conforme a la reglamentación vigente para ella o, a lo sumo, dar fe pública de que la celebración eclesiástica del matrimonio ha tenido lugar para que acto seguido se inscriba en los registros civiles correspondientes con todos los efectos contemplados por la ley para el matrimonio civil. Los cristianos nos oponemos, por lo tanto, a la legitimidad de la poligamia y al mal llamado “matrimonio homosexual” pues la autoridad civil debe, ciertamente, aplicar la reglamentación propia del matrimonio, pero no puede desvirtuarlo ni modificarlo en el proceso en contra de lo que Dios ha establecido para él.
En segundo lugar, hay que decir que el matrimonio no es una obligación para el creyente, como tampoco lo es la condición célibe, pues desde el punto de vista de la Biblia se puede ser un buen cristiano soltero o casado indistintamente, siendo el estado civil una decisión libre y voluntaria que la persona toma en conciencia y que, por si misma, no le confiere una categoría espiritual superior al casado sobre el soltero -como a veces se da a entender tácitamente en contextos cristianos protestantes evangélicos-, ni tampoco al soltero sobre el casado -como se da a entender en el contexto católico romano-. Si bien es cierto que “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18), esto no significa que todas las personas, en particular los creyentes, tengan que ser casados, sino únicamente que el ser humano no fue creado para vivir aislado o solitario, sino para vivir en comunidad, siendo el matrimonio la relación comunitaria más estrecha e íntima que pueden disfrutar dos personas, pero no la única de las gratificantes y legítimas relaciones comunitarias que Dios ha preparado para el hombre, muchas de las cuales pueden disfrutarse siendo solteros siempre y cuando no incluyan contacto sexual, pues éste está restringido con exclusividad al matrimonio.
En tercer lugar nunca será suficiente decir que, desde la perspectiva cristiana, el matrimonio es algo muy serio por lo que el hecho de haber tomado la decisión de casarse coloca sobre el creyente un importante compromiso delante de Dios y de la sociedad que lo observa para trabajar por la relación siguiendo para ello las pautas reveladas por Dios en la Biblia con el fin de construir un buen matrimonio que les depare las máximas satisfacciones a ambas partes de la relación, a los hijos y a la comunidad de la que son miembros. No podemos pasar por alto que de todas las relaciones humanas establecidas por Dios en la creación en el marco de la familia y la sociedad, el matrimonio tiene preeminencia sobre todas las demás. No en vano es la relación humana que, a pesar de su imperfección bajo las actuales condiciones de la existencia, logra reflejar de la mejor manera la calidad de la relación que Dios ofrece en el evangelio a los creyentes, al comparar a Cristo con el esposo y a la iglesia con la prometida que consumará su unión matrimonial de manera definitiva con Él en las llamadas “bodas del Cordero” descritas en el libro de Apocalipsis (Efesios 5:22-32; Apocalipsis 19:7-9).
Es por eso que, cuando en el marco de nuestras relaciones interpersonales en este mundo llegamos, por ejemplo, a colocar la relación de padres o de hijos antes que la de esposos, estamos alterando el orden de prioridad establecido por Dios, con todas las consecuencias negativas que esto conlleva para la familia y la sociedad en general. La relación individual del creyente con Dios es de hijo a Padre, pero la relación corporativa o en conjunto que como iglesia ostentamos con Dios es la de desposada (la iglesia) a desposado (Cristo), a la usanza de las bodas judías en la época del Señor. Se desprende de esto que, aunque como padres e hijos indistintamente tengamos también responsabilidades bíblicas muy definidas, éstas nunca deben ir en detrimento del compromiso matrimonial. A este respecto dio en el punto Theodore Hesburg al declarar con gran percepción que: “Lo más grande que un hombre puede hacer por sus hijos es amar a la madre de sus hijos”, colocando en primer lugar las responsabilidades propias de la relación matrimonial antes que las responsabilidades paternas, que solo podrán abordarse bien cuando ya se ha hecho lo propio con las primeras.
Después de todo, existe un consenso alrededor de la convicción de que el matrimonio es el que establece la indiscutida célula básica de la sociedad, es decir, la familia. El matrimonio provee el mejor y el más fundamental trabajo de equipo en la sociedad en el que las fuerzas no se suman únicamente, sino que se multiplican, conforme a lo dicho en el libro de Eclesiastés: “Más valen dos que uno, porque obtienen más fruto de su esfuerzo” (Eclesiastés 4:9), multiplicación de fuerzas que halla su explicación en el hecho de que el matrimonio no es una unión de dos, sino una unión de tres, pues Cristo es el tercer hilo en la relación que le brinda su fuerza y solidez, según nos lo revela de nuevo el Eclesiastés: “Uno solo puede ser vencido, pero dos pueden resistir. ¡La cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente!” (Eclesiastés 4:12).
Divorcio
Dicho lo anterior, podemos ocuparnos ahora del divorcio, que no es otra cosa que la disolución del matrimonio y el cese de todos sus efectos civiles y espirituales para la pareja de casados que optan por él. Y lo primero que habría que decir al respecto es que el divorcio es malo en todos los casos. Ahora bien, al calificarlo de malo no estamos necesariamente y por lo pronto pronunciando un juicio condenatorio sobre los que incurren en él. Lo que debemos entender cuando calificamos al divorcio como algo malo es que no importa el mayor o menor grado de responsabilidad o culpabilidad que los ex cónyuges puedan tener en él, el divorcio es algo que no forma parte de la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta para la vida de los seres humanos y de sus hijos en particular. Dicho de otro modo, Dios aborrece el divorcio y no lo desea para ninguno de los suyos “«Yo aborrezco el divorcio –dice el Señor, Dios de Israel–, y al que cubre de violencia sus vestiduras» dice el Señor Todopoderoso” (Malaquías 2:16).
Pero el hecho de que no lo desee, no significa que lo prohíba de manera absoluta. Y no lo desea porque sabe que será una experiencia dolorosa y en muchos sentidos traumática para todos los involucrados con efectos negativos para la sociedad en general y quiere, por eso, evitárnosla y protegernos así de sus nefastas consecuencias. Pero al mismo tiempo no lo prohíbe de manera absoluta porque él conoce nuestra condición y sabe que, lamentablemente, bajo las circunstancias actuales de la existencia humana, a veces no hay otra salida, pues el divorcio termina siendo el mal menor, pero siempre mal a fin de cuentas. Así, pues, los cristianos debemos ser antidivorcistas y promover de manera prioritaria la permanencia y el mejoramiento continuo del matrimonio dondequiera que éste se dé, y en especial entre los creyentes, pero no podemos ser antidivorcistas inflexibles y a ultranza, pues en la Biblia Dios se revela como antidivorcista, pero no a ultranza ni de forma inflexible.
Ahora bien, uno de los argumentos que, con base en la experiencia humana, los cristianos y ciertos sectores de la sociedad secular esgrimimos acertadamente en contra del divorcio son los efectos nocivos que éste tiene sobre el bienestar de los hijos. Sin embargo, no es el divorcio el que puede traer el perjuicio más grande sobre ellos. La psicóloga Ana Lucía Jaramillo lo da a entender al afirmar: “Los teóricos sobre familia han encontrado que es el conflicto entre los padres y no su situación marital lo que tiene efectos sobre el bienestar de los hijos…”. En este orden de ideas, permanecer casados, si bien puede en principio favorecer el entendimiento entre los cónyuges que se comprometen a permanecer juntos a pesar de las dificultades, no es por sí solo una garantía de que los conflictos entre los padres serán menores que si no estuvieran casados.
Porque aunque la formación del carácter de los hijos se beneficia notoriamente cuando observan a unos padres que, a pesar de sus desacuerdos más o menos serios, mantienen el vínculo conyugal y deciden permanecer casados y luchar juntos por superar sus diferencias y hacerlas llevaderas, eso no significa que el mero hecho de permanecer casados en un matrimonio mediocre y crecientemente conflictivo logre este propósito de manera automática. No es el matrimonio en sí, sino el compromiso que implica el matrimonio lo que tiene efectos positivos en el carácter de los hijos. Por eso, Ana Lucía Jaramillo poco después añade algo que no deja de ser de sentido común: “Pero esto no debería significar en todos los casos que es mejor seguir casados”.
Se presume así que en términos generales el matrimonio es siempre preferible al divorcio. Y si bien, como ya lo hemos dicho, el divorcio es siempre malo, hay matrimonios que no por ser tales son mejores que éste. El Señor lo sabía y por eso en su voluntad permisiva toleró y autorizó el divorcio para esas situaciones irremediables en el matrimonio que, por causa de la obstinación humana, terminan siendo destructivas para todos los involucrados, pues al fin y al cabo Moisés no sancionó el divorcio en su propio nombre, sino como vocero de Dios: “–Moisés les permitió divorciarse de su esposa por lo obstinados que son –respondió Jesús–…” (Mateo 19:8). Así, pues, el cristianismo debe estar en contra del divorcio en obediencia al Señor, quien ratificó lo declarado en el Génesis al respecto cuando le preguntaron sobre la legitimidad del divorcio: “Algunos fariseos se le acercaron y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: –¿Está permitido que un hombre se divorcie de su esposa por cualquier motivo? –¿No han leído –replicó Jesús– que en el principio el Creador ‘los hizo hombre y mujer’, y dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y los dos llegarán a ser un solo cuerpo’? Así que ya no son dos, sino uno solo. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mateo 19:3-6), agregando esta última añadidura a lo ya establecido.
Y es que gracias a las nuevas, transformadoras y esperanzadoras posibilidades que Él nos ofrece en el evangelio, el divorcio debe ser cada vez una opción más alejada de las consideraciones de todo auténtico creyente. Pero nuestra oposición al divorcio no puede ser tan rígida que no admita tampoco excepciones. La fórmula matrimonial que sentencia: “Hasta que el Señor vuelva o hasta que la muerte los separe” puede estar justificada en el deseo y la bendición pronunciada por el ministro que oficia un matrimonio sobre la pareja de contrayentes con base en todo lo que hemos expuesto y lo dicho también por el apóstol Pablo en Romanos 7:2-3: “Por ejemplo, la casada está ligada por ley a su esposo sólo mientras éste vive; pero si su esposo muere, ella queda libre de la ley que la unía a su esposo. Por eso, si se casa con otro hombre mientras su esposo vive, se le considera adúltera. Pero si muere su esposo, ella queda libre de esa ley, y no es adúltera aunque se case con otro hombre”.
No obstante, el mismo Señor Jesucristo estableció una causal válida de divorcio en el Nuevo Testamento: el adulterio de cualquiera de los cónyuges: “Pero yo les digo que, excepto en caso de infidelidad conyugal, todo el que se divorcia de su esposa, la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la divorciada comete adulterio también” (Mateo 5:32), ratificada con posterioridad: “Les digo que, excepto en caso de infidelidad conyugal, el que se divorcia de su esposa, y se casa con otra, comete adulterio” (Mateo 19:9). Excepción mucho más justificada cuando, surtido el recurso del perdón, hay reiterada reincidencia por parte del cónyuge infiel. Vemos, pues, que el divorcio, por más que en general no sea nunca deseable, en este caso es un recurso legítimo al que puede acudir el cónyuge traicionado sin tener que asumir por ello culpa delante de Dios. Lo cual no significa que el divorcio no será de cualquier modo doloroso para todos los involucrados.
Pero no es esta la única excepción. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, el apóstol Pablo añadió una más en sus siempre autoritativos escritos: la decisión irreversible y unilateral de separarse por parte del cónyuge inconverso: “Sin embargo, si el cónyuge no creyente decide separarse, no se lo impidan. En tales circunstancias, el cónyuge creyente queda sin obligación; Dios nos ha llamado a vivir en paz” (1 Corintios 7:15). Es debido a todo lo anterior que, bajo el pretexto de estar honrando la voluntad de Dios, los cristianos no pueden entonces conformarse con permanecer casados en uniones matrimoniales totalmente deficientes, perjudiciales e incluso peligrosas para todos los miembros de la familia y deben, más bien, comprometerse a rescatar con los recursos del evangelio un mal matrimonio para transformarlo en un matrimonio satisfactorio y ejemplar que sea de beneficio para todos, en conformidad con la recomendación del autor sagrado: “Tengan todos en alta estima el matrimonio y la fidelidad conyugal…” (Hebreos 13:4). Pero al mismo tiempo la iglesia no puede ser más exigente que el mismo Dios, convirtiendo el divorcio en un estigma permanente sobre los cónyuges divorciados que les impida rehacer su vida de algún modo, como si el divorcio fuera “el pecado imperdonable”. Porque según la Biblia el único pecado imperdonable es la llamada “blasfemia contra el Espíritu Santo” y no el divorcio.
Nuevas nupcias
Dado que el divorcio nunca se ordena en el Nuevo Testamento, sino que tan sólo se tolera en casos de excepción en los que la Biblia exonera de culpa al cónyuge afectado, ya sea por haber sido víctima de la infidelidad o del abandono de su contraparte indistintamente; cabe preguntarse ahora si los divorciados quedan en entera libertad para casarse de nuevo. La respuesta es que en términos legales cuando el divorcio es un hecho ya cumplido, los divorciados quedan facultados de nuevo para casarse con quien lo deseen al margen de que las causales del divorcio en cuestión estén o no autorizadas en la Biblia o de que el divorciado de turno sea la parte culpable o inocente en el proceso. La consecuencia del divorcio no es la imposibilidad o la prohibición de volver a casarse, sino el mayor o menor grado de culpabilidad y de consecuencias que los cónyuges divorciados deberán asumir en conciencia ante Dios y la sociedad, ya sea que se hayan divorciado sin causales válidas a la luz de la Biblia o, en el caso de que exista una causal válida, el grado de culpabilidad o de inocencia de los respectivos cónyuges en el fracaso matrimonial.
En cualquier caso, legalmente hablando, los divorciados pueden volver a casarse sin perjuicio de las responsabilidades derivadas de su anterior matrimonio. Esta claridad es necesaria porque en el catolicismo el antidivorcismo es tan inflexible, por lo menos sobre el papel, que hasta hace muy poco la jerarquía católica no autorizaba nuevos matrimonios a sus miembros legalmente divorciados de no mediar una nulidad expedida por la autoridad eclesiástica de turno con sede en el Vaticano. Nulidad que, para no tener que llamarla divorcio, se recurre al sofisma de que se concede bajo la premisa de que, contra toda evidencia, el matrimonio nunca tuvo lugar cuando en realidad si tuvo lugar.
Ahora bien, descontando los casos de excepción que en conciencia exoneran de culpa a la parte inocente del matrimonio que fue víctima de la infidelidad o del abandono de su cónyuge, el divorcio es siempre un pecado en la medida en que implica un acto de desobediencia a la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios para la pareja que no es otra que permanezcan juntos cumpliendo los deberes asumidos en el compromiso matrimonial. Dejando de lado por lo pronto la posibilidad del arrepentimiento, la confesión y el perdón, esto significa que quien incurre en un divorcio por fuera de las causales bíblicas añade más culpa y pecado al cuadro cuando, acto seguido, contrae nuevas nupcias. A esto fue a lo que se refirió al Señor cuando en Mateo, después de señalar la excepción, añadió que de no encontrarse dentro del caso de excepción: “… todo el que se divorcia de su esposa, la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la divorciada comete adulterio también” (Mateo 5:32) y de igual modo más adelante, después de indicar la salvedad, puntualiza el asunto de este modo para quien no encaja dentro de la salvedad: “… el que se divorcia de su esposa, y se casa con otra, comete adulterio” (Mateo 19:9).
Así, pues, en un divorcio que no obedece a las causales bíblicos las nuevas nupcias añaden culpa. Esa es la razón por la cual encontramos también esta instrucción por parte del apóstol Pablo: “A los casados les doy la siguiente orden (no yo sino el Señor): que la mujer no se separe de su esposo. Sin embargo, si se separa, que no se vuelva a casar; de lo contrario, que se reconcilie con su esposo. Así mismo, que el hombre no se divorcie de su esposa” (1 Corintios 7:10-11). Valga decir que cuando el apóstol hace la claridad de que la orden consignada no proviene de él sino del Señor Jesucristo directamente no pretende restar autoridad a los pronunciamientos inspirados y autoritativos que Él también hace bajo la inspiración del Espíritu Santo, sino simplemente distinguir entre lo que Cristo dijo expresamente durante su ministerio público en su paso histórico por el mundo y lo que continuó diciendo a través de sus apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo después de su ascensión para tomar su lugar a la diestra del Padre hasta el cierre del canon del Nuevo Testamento hacia finales del siglo I de nuestra era, que es el mismo que tenemos hoy.
Pero el punto que debemos señalar aquí es que, según este pasaje, la separación o divorcio (en la mentalidad judía ambos términos son sinónimos al punto que no conciben separación sin divorcio ni divorcio sin separación) faculta a una persona desde el punto de vista de la ley civil para contraer nuevas nupcias, pero en el caso de los cristianos, si lo que ha tenido lugar es un divorcio o separación culpable, los divorciados deberían procurar no añadir más culpa al hecho contrayendo nuevas nupcias, sino más bien intentar reconciliarse con el ex cónyuge aún después de haberse divorciado de él, algo muy gratificante y ejemplar para todos de lograr llevarse a cabo con éxito.
Como quiera que sea hay que establecer también una diferencia en el tratamiento de estos casos en el Nuevo Testamento: Una cosa es la persona que llega al evangelio con fracasos matrimoniales ya cumplidos y otra la que ya en el evangelio experimenta un fracaso matrimonial. En el primer caso nada obliga a la persona a tener que reconciliarse con su anterior cónyuge o con alguno de los anteriores cónyuges si ha tenido más de uno. De optar por esto debe ser por una decisión libre y voluntaria de la persona y porque existe alguna esperanza al respecto comenzando por el hecho de que su anterior cónyuge no se encuentre casado en el momento de contemplar la reconciliación. Pero nada los obliga al respecto, por lo que ningún pastor tiene derecho a enviar a un creyente recién convertido a reconciliarse y casarse de nuevo con su cónyuge anterior y menos a pretender dar una orden de este estilo en el nombre de Dios.
Por el contrario, a veces los pastores deben hacerle ver a la persona que no vale la pena hacer este intento, al tenor de lo que nos revela la palabra al declarar: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (1 Corintios 5:17). De igual modo, refiriéndose particularmente al matrimonio, divorcio y nuevas nupcias el apóstol Pablo afirma: “En cualquier caso, cada uno debe vivir conforme a la condición que el Señor le asignó y a la cual Dios lo ha llamado. Ésta es la norma que establezco en todas las iglesias… Que cada uno permanezca en la condición en que estaba cuando Dios lo llamó” (1 Corintios 7:17, 20). Pablo no está dando aquí una orden, sino estableciendo la opción de que nadie está obligado a cambiar de estado civil a raíz de la conversión. Si llegó como soltero puede permanecer como soltero si así lo desea sin que nadie pueda censurarlo por ello. Lo mismo puede decirse del divorciado si no desea casarse nuevamente. Pero nótese que Pablo no envía en este caso al divorciado recién convertido a reconciliarse obligatoriamente con su cónyuge anterior. Es recomendable si es posible, como lo dijo ya en el versículo 11. Pero no es obligatorio.
De otro modo el apóstol no autorizaría a los recién convertidos a permanecer si lo desean en la condición en que estaban cuando Dios los llamó. Condición que en el caso del casado ya no es opcional, pues el que se convierte estando casado debe permanecer casado en conformidad con las instrucciones previas que ya ha dado en este capítulo para los casados. Sin embargo, el apóstol añade enseguida lo siguiente: “¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes, aunque si tienes la oportunidad de conseguir tu libertad, aprovéchala” (1 Corintios 7:21). Esto se aplica al estado civil como la recomendación de regularizar la situación del creyente y no permanecer indefinidamente en esos “limbos” como la llamada “unión libre”, que tiene hoy por hoy ya efectos jurídicos similares al matrimonio o los que mantienen vivos vínculos que se han roto ya de hecho, tales como la separación sin divorcio o incluso esa figura jurídica intermedia llamada “separación de bienes y de cuerpos”. Para el creyente la separación cumplida y ya decidida debe ser un divorcio consumado en el término de la distancia, salvo contadas, particulares y muy puntuales excepciones.
En cuanto a los casos de los creyentes que ya estando en el evangelio experimentan un fracaso matrimonial que concluye en el divorcio a pesar de haber surtido todos los recursos pastorales y espirituales disponibles para salvar el matrimonio, en este tipo de episodios el cuidado pastoral debe estar prioritariamente con la parte inocente que tuvo que apelar a alguna de las causales bíblicas para solicitar el divorcio. La parte inocente debe recibir respaldo, apoyo y cuidado pastoral con miras a su restauración, mientras que la parte culpable debe ser amonestada y confrontada con miras a su arrepentimiento. Pero ambas partes, una vez consumado el divorcio, pueden casarse de nuevo para tratar de rehacer su vida y un pastor no puede negar esta posibilidad de manera absoluta a la parte culpable, mientras que la ofrece a la parte inocente. Mucho menos si la parte culpable ha surtido el recurso del arrepentimiento y la confesión y está dando frutos dignos de arrepentimiento en su vida.
Por último, en el caso de divorcios entre creyentes que no puedan apelar a ninguna de las causales contempladas en la Biblia, ambas partes incurren en culpa y a causa de ello deben ser amonestadas por la iglesia y asumir las medidas disciplinarias que se establezcan para el caso. Pero una vez más, si se verifican la confesión y el arrepentimiento en ellos, la iglesia no puede cerrarles las puertas a ninguno de sus miembros de manera definitiva a la comunión y consecuente restauración con la posibilidad de rehacer su vida en un nuevo matrimonio con la bendición de Dios, incluyendo entre ellos a los pastores, aunque en éstos por causa de su elevada dignidad, visibilidad y conocimiento bíblico, la responsabilidad será siempre inevitablemente mayor junto con las medidas disciplinarias correspondientes. Porque de no dejar abierta la posibilidad de restauración para el divorciado debidamente arrepentido estaremos haciendo del divorcio el pecado imperdonable, algo que la Biblia no nos autoriza a hacer de ningún modo.
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