¿Posibilidad o imposibilidad lógica?
La creencia en la posibilidad de los milagros ha sido uno de los blancos contra los cuales el pensamiento secular dirige muchos de sus dardos en contra del cristianismo clásico, que afirma esta posibilidad. Para poder hacernos cargo de estos ataques es necesario delimitar la noción de milagro a su significado más riguroso, entendiéndolo como una referencia estricta a aquellas situaciones en las cuales las leyes habituales y el curso normal de la naturaleza se ven súbita, evidente y felizmente interrumpidos, dando lugar a acontecimientos en los cuales se vislumbra la benéfica y precisa intervención de fuerzas sobrenaturales incomprensibles e inexplicables para la ciencia humana. Y es que no deja de ser curioso y paradójico que, a pesar de restringir su definición y limitar de este modo el alcance del término “milagro”, parece que aun los que no creen en la ocurrencia de milagros en este sentido particular, no pueden evitar utilizar la palabra “milagro” cuando se refieren al funcionamiento habitual del universo, la naturaleza y la vida. Recordemos lo que Albert Einstein dijo en cierta oportunidad: “Sólo existen dos maneras de vivir la vida: una es como si nada fuese un milagro, y la otra, como si todo lo fuera”.
Porque si bien los milagros son siempre acontecimientos de carácter sobrenatural, lo sobrenatural no se limita únicamente a los milagros. Si incluimos dentro de lo sobrenatural no sólo a los milagros sino todo aquello en lo que se vislumbra o se requiere la intervención divina, ya sea en lo que tiene que ver con el funcionamiento del universo o de la vida humana, tendríamos entonces que darle la razón a Einstein. En efecto, al final de todo, sólo existen dos maneras de vivir la vida: una como si nada fuese un milagro, y la otra, como si todo lo fuera. El incrédulo, ciego por voluntad propia a la intervención divina, vive del primer modo. El creyente, gracias a la más amplia visión alcanzada mediante la fe en Dios, vive del segundo modo, y obtiene la facultad de ver la bondadosa mano de Dios en el funcionamiento de la naturaleza y en el desenvolvimiento de su propia historia personal. Al fin y al cabo, como lo dijera Lee Strobel en consonancia con los descubrimientos de la ciencia moderna: “El funcionamiento cotidiano del universo es, en sí mismo, una clase de milagro continuo. Las «coincidencias» que permiten que las propiedades fundamentales de la materia ofrezcan un medio ambiente habitable son tan improbables, tan inverosímiles, tan elegantemente orquestadas, que requieren de una explicación divina”.
Esta forma de hablar se aplica a realidades tan aparentemente elementales y cotidianas de la creación como el agua, que cuando se examina con detalle científico, lleva a declaraciones de este estilo por parte de Michael Corey, quien se refiere así a ella: “Las varias propiedades del agua son en verdad milagrosas… ningún otro compuesto se acerca siquiera en la reproducción de sus muchas propiedades para la vida”. El apologista Fred Heeren, periodista especializado en temas de ciencia, se refiere así ─acudiendo a algunas reminiscencias alrededor de los argumentos cosmológicos y teleológicos─ a la reflexión que lo asaltaba en su época de escéptico: “Me resulta muy difícil creer que alguna vez en el pasado haya ocurrido un milagro. Con todo, aquí estamos, pruebas vivientes de que, de algún modo en el pasado, todo tuvo que haber salido de la nada… y no hay medio natural de que algo así ocurra… Esto me coloca en algo así como un dilema. Por un lado, no creo en milagros, pero por el otro todo el universo es al parecer un milagro enorme e indescriptible”. Y es que, desde el punto de vista de la lógica, la razón y la experiencia, los intentos por explicar el origen del universo sin referencia a Dios, hacen surgir más dificultades de las que presumen resolver. Dificultades insalvables, no ya sólo desde una perspectiva filosófica, sino también científica. Y eso hace que la noción de milagro, por lo menos en su sentido más amplio, sea ineludible.
Hoy por hoy parece ser que creer que Dios creó el Universo ex nihilo, es decir de la nada, es científicamente la única alternativa viable, ante las contradicciones en que se enreda las posiciones materialista y naturalista. Cobra vigencia de nuevo lo dicho por Thomas Paine, quien a pesar de ser un crítico del cristianismo y de la Biblia, declaró con lúcida honestidad que: “La única idea que el hombre puede aplicar al nombre de Dios es la de una primera causa, la causa de todas las cosas. Pese a lo incomprensible y difícil que es para el hombre concebir una primera causa, llega a creer en ella debido a la dificultad mucho mayor de no creer en ella”. El astrónomo Robert Jastrow expresó así la frustración que el científico experimenta ante esta situación: “Para el científico que ha vivido con su fe en el poder de la razón, la historia acaba como una pesadilla. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a un tris de conquistar el pico más alto y cuando logra trepar por la roca final se encuentra con una cuadrilla de teólogos que llevan siglos allí sentados”. En últimas, la conclusión parece ser, entonces, que la ciencia termina donde la Biblia comienza: “Dios, en el principio creó los cielos y la tierra” (Génesis 1:1).
Así, pues, la ciencia, a su pesar y si de ser honesta se trata, también brinda sustento a la perspectiva de vida del creyente que ve en Cristo a Aquel que, como lo dice el autor de los Hebreos: “… sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Hebreos 1:3) en clara alusión a su actividad sobrenatural. Es tanto así que incluso el genetista y evolucionista británico J. B. S. Haldane confesó en su momento que: “Desde el punto de vista de las ciencias físicas, el mantenimiento y la reproducción de un organismo vivo es nada menos que un milagro”. Es decir que el hecho de que la naturaleza surta de manera habitual los medios para sustentar la vida, así como para renovarla cuando es necesario, no debe hacernos perder de vista los complejos, sorprendentes y maravillosos procesos físicos y químicos involucrados en la reproducción de un organismo vivo, que hacen que no sea desatinado referirse al nacimiento de cualquier ser vivo como nada menos que un milagro. La apologética podría, entonces, comenzar por señalar la contradicción en que caen muchos de los que niegan la posibilidad de los milagros, pero no pueden evitar utilizar esta palabra para referirse a los maravillosos procesos físicos, químicos y biológicos que operan naturalmente en nuestro mundo.
Pasemos a considerar de manera más formal y sistemática la posibilidad de que puedan ocurrir milagros, ya en el sentido estricto de la expresión indicado al comienzo. ¿Es esto algo ilógico o contrario a la razón? De ningún modo. Es muy lógico y coherente y no hay argumentos concluyentes para negar su posibilidad, en especial si damos por sentada la existencia de Dios. Lo que pasa es que la ciencia naturalista y materialista que ha dominado el panorama científico desde el siglo XIX hasta hoy se cierra por completo a la existencia de una realidad sobrenatural y espiritual, por el simple hecho de que esta realidad, por su propia naturaleza, no puede ser sometida a la observación científica en laboratorio. Y como no la pueden someter a estudio, optan entonces por negarla. Así, por ejemplo, la ciencia acusa a los creyentes de querer rellenar los agujeros que subsisten en las explicaciones científicas apelando a lo sobrenatural o a lo que ellos llaman justamente “el Dios de los agujeros o de las brechas”. Pero, está por verse si la ciencia está en capacidad de ir llenando los agujeros en sus explicaciones, de tal modo que hagan ya innecesario al presunto “Dios de las brechas” en el que creeríamos los creyentes, algo muy dudoso por lo que estamos ya viendo en el campo científico en el sentido de que tal vez la ciencia no trata con agujeros en el conocimiento que hay que rellenar, sino con fronteras que la ciencia no podrá traspasar por mucho que avance en su comprensión de la realidad. Y es que, dada la existencia de Dios como un hecho mucho más plausible, razonable y evidente que su inexistencia, es muy lógico pensar que, por contraste con nuestra finitud y nuestros límites, la perspectiva de Dios es infinita e ilimitada sin que podamos llegar nunca a abarcarla cabalmente.
Dios, por definición, siempre verá el cuadro completo. Nosotros no, por mucho que logremos ensanchar nuestro ángulo de visión de la mano de la ciencia. Hay fronteras que el conocimiento humano no puede traspasar sin ayuda de la revelación. En realidad, términos como origen y destino son los que marcan las fronteras del conocimiento científico, fronteras que únicamente pueden ser franqueadas mediante la fe. Por eso, la única manera en que la ciencia puede pretender negar de algún modo la posibilidad de los milagros es negando a Dios, algo que no parece muy sensato ni razonable desde la misma perspectiva científica y las inferencias a las que sus hallazgos nos están conduciendo. Así, pues, si negar a Dios es una declaración, no sólo contraintuitiva, sino contraria también a las implicaciones de los hallazgos científicos; aceptar Su existencia hace de inmediato lógicamente posible la ocurrencia de milagros. Al fin y al cabo, la misma noción de Dios implica la posibilidad del libre ejercicio de Su parte de un poder que no conoce límites en este mundo. Esto es lo que la Biblia quiere dar a entender cuando afirma que Dios: “… puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos imaginarnos o pedir…” (Efesios 3:20).
El conocido apologista Josh McDowell se refería a la negación de la misma posibilidad de los milagros por parte de los no creyentes como “el resabio de Hume”, dado que fue este filósofo escocés el que tal vez se ha pronunciado de la manera más elaborada, categórica y escéptica en contra de los milagros y del mismo principio de causalidad en que la ciencia se fundamenta. Este resabio consiste en la afirmación de que, por el hecho de que las cosas sucedan y funcionen la abrumadora mayoría de veces de cierta manera, con arreglo a la experiencia y a las leyes conocidas del funcionamiento de la naturaleza, siempre deben, entonces, suceder y funcionar de este modo y no podrían nunca suceder de otra manera, como se requeriría para que se configure un milagro. Ahora bien, lo primero es innegable, es decir la comprobación de que las cosas suceden habitualmente conforme a las leyes conocidas de la naturaleza, pero lo último, es decir que, por lo tanto, siempre deben suceder así, es arbitrario e indemostrable.
De hecho, Hume igualaba la fe a la ocurrencia de un milagro, pero utilizaba el término “milagro” con sorna y de forma despectiva para describir la decisión de creer, decisión que a su juicio sería siempre absurda y descabellada por ser supuestamente irracional y contraria a toda experiencia. Afirmaba así que la fe estaría imposibilitada para demostrar los hechos que la sustentan, particularmente los milagros; de donde el mismo acto de creer sería un milagro, puesto que consistiría en aceptar lo indemostrable y por lo mismo, inaceptable. Su crítica afirma que la fe se valida a sí misma de manera tautológica, es decir razonando en círculo. En otras palabras, que la fe en Dios se apoya en los milagros, pero los milagros sólo son tales porque se aceptan por fe y no porque la razón o la experiencia puedan demostrarlos. Pero en lo que se equivoca Hume y que echa por tierra todo su argumento es en que, aunque la ciencia no esté en condiciones de demostrar y certificar un milagro como tal, si lo está para declarar la ocurrencia de sucesos favorables y afortunados que no tienen explicación con arreglo al funcionamiento habitual o normal de las cosas tal y como la ciencia ya lo ha establecido.
Además, hoy por hoy ya se reconoce, aún en el campo presuntamente “objetivo” y desprejuiciado de la ciencia, que en la base de todo razonamiento, -con sus consecuentes decisiones e implicaciones-, siempre hay una previa creencia indemostrable, axiomática, que se asume por fe. La disputa entre cristianismo y ateísmo no es, pues, un enfrentamiento entre fe y ausencia de ella, sino entre dos tipos de fe opuestas entre sí. Ambas son indemostrables como tales, con fuerza de ley. Pero el peso de la evidencia favorece al cristianismo por lo cual la decisión de creer no puede calificarse como absurda, carente de fundamento, u opuesta a la razón, ni tampoco la creencia en milagros que la acompaña. Ahora bien, la iglesia no puede abusar tampoco del recurso a los milagros ni mucho menos pretender darle este carácter milagroso, de manera forzada y manipuladora, a sucesos que no lo tienen, recordando entre otras cosas, lo dicho al respecto por Martín Lutero con todo el peso de la razón y la experiencia de su lado: “Dios no hará milagro alguno, mientras el asunto pueda resolverse mediante otros bienes otorgados por él”. Y es que, haciendo un poco de autocrítica, lataumaturgia cristiana ꟷes decir, la capacidad de hacer milagrosꟷ ha degenerado en milagrerismo en el seno de muchas iglesias de marcado corte pentecostal, que hacen un despliegue sistemático y ostentoso de “milagros a la carta” mediante puestas en escena tipo espectáculo por medio de las cuales pretenden divulgar el evangelio de una manera más eficaz.
Ésta intención es loable, pero la forma de hacerlo está con frecuencia obrando el efecto contrario, es decir alejar a mucha gente del evangelio ya sea porque la impresión que se termina proyectando es la de un manifiesto montaje; o porque las personas que se acercan a la iglesia esperando el milagro que se les ha prometido y garantizado, no lo obtienen finalmente; o porque aún de obtenerlo, esto por sí sólo sigue siendo una muy endeble motivación para llevarlos a comprometerse de lleno con la causa del evangelio de Cristo, constituyéndose así en las iglesias multitudes numerosas pero también volubles de personas que profesan una fe superficial, siguiendo a Cristo sólo por razón del poder y no de la verdad que él vino a revelarnos en sí mismo. Y si bien el elemento sobrenatural debe estar presente en el cristianismo, no puede estarlo en ruptura y oposición al natural, sino en línea de continuidad con éste. El milagro no es, pues, el recurso fácil para eludir las soluciones naturales que Dios también ha implementado en la iglesia y en el mundo para resolver los problemas humanos, sino el recurso extremo por el cual lo sobrenatural perdura aun cuando lo natural se agote, siempre subordinado a la voluntad y soberanía divinas.
Dejando de lado esta necesaria autocrítica en defensa de la fe para desasociarnos de los más típicos “hombres de paja” que los no creyentes suelen atacar de manera facilista en su diatriba en contra de la fe y de la religión, debemos suscribir ahora la lúcida y memorable declaración hecha por Charles Colson al sostener que: “Hay circunstancias en que es más racional aceptar una explicación sobrenatural y es irracional ofrecer una explicación natural”. Porque lo cierto es que en la reciente modernidad, el racionalismo y las ciencias naturales se aliaron para proclamar dogmáticamente falsas ecuaciones de correspondencia, tal como la creencia de que todas las explicaciones naturalistas son siempre, por fuerza, racionales y deben ser aceptadas, mientras que, por contraste, todo lo que haga referencia a lo sobrenatural ꟷcomo la ocurrencia de un milagroꟷ es necesariamente irracional y debe ser desechado. Recordemos incluso que estos prejuicios dominaron de tal modo, que aún en el seno del protestantismo la teología liberal del siglo XIX terminó negando lo sobrenatural en la Biblia y, en consecuencia, calificando con condescendencia todo suceso milagroso o sobrenatural registrado en ella como un “mito”.
En este contexto, el erudito y destacado teólogo alemán Rudolf Bultmann, trató incluso de mantener vigente el mensaje cristiano por medio de la llamada “desmitologización”, sosteniendo lo insostenible: que los milagros narrados en la Biblia son mitos, por cuanto son mentiras históricas que, no obstante, expresan verdades existenciales que siguen confrontando al hombre moderno con el evangelio. Pero por ingenioso que parezca este giro, afirmar verdades fundamentadas sobre mentiras es incurrir en un contrasentido que tarde o temprano deja sin piso las afirmaciones que se hayan hecho al amparo de ello. Además, ya no es necesario hacerlo, pues los últimos descubrimientos científicos en el campo de la cosmología, la física, la biología molecular y la genética, entre otras, conducen a la conclusión de que insistir en explicaciones naturalistas para esclarecer misterios tales como el origen del universo, de la vida y del ser humano, desemboca inexorablemente en necia y fantasiosa irracionalidad; mientras que referir estos misterios a un Dios Creador, sobrenatural, sabio y poderoso, aunque no sea científico, es no obstante la explicación más racional a los dilemas planteados por la ciencia actual. El elemento manifiesta e innegablemente sobrenatural involucrado en todos estos temas mantiene siempre abierta la puerta al milagro, poniendo en evidencia la postura de David Hume y todos sus seguidores como un prejuicioso “resabio” y nada más, como lo señaló ya Josh McDowell.
En el campo católico también el eminente paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin parece suscribir el resabio de Hume cuando dice: “Yo creo, a pesar de los milagros”. Una profesión de fe que no deja de ser contradictoria teniendo en cuenta que, como lo señalaba Goethe, el milagro es como “el hijo predilecto de la fe”. Chardin hace aquí las veces de vocero de los creyentes que se desenvuelven en el campo de la ciencia y han asumido las ideologías materialista y naturalista que se mezclan con ella para declarar la dificultad que entraña para ellos la aceptación de los milagros. Podemos aceptar que la ciencia sea metodológicamente atea, pues no puede plantear de entrada a Dios como hipótesis explicativa del fenómeno que procura estudiar, pero esto no significa que los creyentes estén vetados para incursionar en la ciencia como si hacerlo involucrara necesariamente una contradicción de términos o como si la ciencia fuera un campo vedado para la fe, algo abiertamente contrario a la historia misma de la ciencia.
De cualquier manera, en este propósito no podemos llegar a transigir al grado de negarle a los milagros el legítimo lugar que les corresponde en el marco de la fe pues, como lo dice Eugenio Danyans: “La Buena Nueva que Jesucristo comunicó continúa interpelando a los hombres de nuestra época postmoderna y lo hace mediante el recurso constante al milagro”. En consecuencia y sin menoscabo de las subjetivas interpretaciones existencialistas y alegóricas de los milagros llevadas a cabo por Bultmann y Chardin, entre otros; la iglesia debe reivindicar con toda la seriedad del caso la función objetiva que el milagro ha desempeñado desde siempre como señal confirmatoria de la verdad proclamada en el evangelio, como lo señaló de manera por demás sensata y razonable el apóstol y evangelista Juan: “Jesús hizo muchas otras señales milagrosas… Pero estas se han escrito para que ustedes crean…” (Juan 20:30-31)
Ahora bien, debemos reiterar de nuevo que una característica inseparable de los milagros tal y como se definen en estricto rigor, es que estos siempre deben ser de carácter extraordinario, o dicho de otro modo, deben ser altamente improbables para que puedan calificarse como tales en el caso de tener lugar. Por eso debemos señalar que las épocas en que los milagros parecen abundar son excepcionales, como lo señala bien Richard Gaffin Jr. “Los milagros están relacionados a través de la historia con la Revelación de Dios… la historia de la revelación no es un fluir constante, sin interrupciones. La Revelación tiende a llegar en momentos concretos”. Así, pues, en la historia de la salvación, el propósito de los milagros no es única ni principalmente otorgar un beneficio al receptor o receptores humanos del milagro, aunque a la postre éste sea de todos modos uno de los resultados más evidentes de toda acción milagrosa tal y cómo está registrada en la Biblia. Por eso, sin perjuicio de lo anterior, habría que decir que el principal papel de los milagros en cumplimiento de los propósitos divinos es servir de señal confirmatoria a la revelación cuando ésta se está dando. El beneficio obtenido por el receptor del milagro es, entonces, un valor agregado, pero no su objetivo principal. Es debido a ello que los milagros nunca se han dado de manera constante en la historia, sino que ha habido momentos en que son más abundantes, por contraste con otros en que escasean o están ausentes.
No es casual que los milagros abunden en la época de Moisés y en la de los profetas Elías y Eliseo, para declinar después hasta prácticamente desaparecer durante el periodo transcurrido entre los dos testamentos conocido, curiosamente, como “los 400 años de silencio”, designación que confirma la relación directamente proporcional entre la revelación divina y la ocurrencia de milagros. Los milagros reaparecen con abundancia una vez más durante el ministerio público de Jesucristo y los apóstoles, quedando así destacados y confirmados en franco relieve los tres momentos culminantes de la revelación, a saber: la ley (Moisés), los profetas (Elías y Eliseo) y el evangelio (Cristo y los apóstoles). El evangelio viene así a confirmar y a superar a la ley y los profetas, razón que reforzaría el lugar destacado que Cristo ocupa entre Moisés y Elías en la Transfiguración y la cuidadosa labor selectiva llevada a cabo por el apóstol Juan en su evangelio para escoger y registrar en él sólo los milagros que cumplían mejor con el propósito de confirmar la revelación recibida por medio de Jesucristo.
En relación con esto también H. Butterfield se pronunció así: “Si no hubiera regularidad en la función ordinaria del universo, carecerían de significado hasta los milagros cristianos”. Es claro, entonces, que el milagro, para serlo, debe salirse de lo habitual, de lo regular, de lo comprensible y que no puede explicarse por referencia a los procesos naturales ya conocidos y establecidos por la ciencia, sino que apunta a lo sobrenatural. De hecho, lo maravilloso y extraordinario únicamente puede distinguirse y valorarse contra el trasfondo de lo común u ordinario. Por eso los milagros, con todo y ser una posibilidad siempre abierta en el marco de la fe cristiana: “Porque para Dios no hay nada imposible” (Lucas 1:37), no pueden nunca llegar a ser el pan de todos los días. El milagro deja de ser tal si se convierte en algo cotidiano. No es deseable, entonces, que el milagro se convierta en algo de todos los días en la vida cristiana, no sólo porque perdería una de sus características más propias: su carácter extraordinario; sino también porque los seres humanos necesitamos de leyes naturales estables y regulares como trasfondo que sirva de contraste para el milagro y también para desarrollar nuestras actividades con un buen margen de seguridad y confianza que nos permita saber a qué atenernos. C. S. Lewis lo expresó bien: “La teología dice en efecto: «Admite a Dios y con Él el riesgo de unos pocos milagros y yo, a cambio, ratificaré tu confianza en una uniformidad con respecto a la aplastante mayoría de los acontecimientos»… La alternativa es en realidad mucho peor… Por pedir demasiado, no consigues nada… La teología nos ofrece un compromiso satisfactorio que deja al científico en libertad para continuar sus experimentos y al cristiano para continuar sus oraciones”.
El mecanicismo, es decir la visión del mundo propia de los deístas surgidos de la ilustración es otra de las ideologías modernas que abonó el terreno para la negación de la posibilidad misma de los milagros desarrollada posteriormente más a fondo por materialistas y naturalistas por igual. El mecanicismo argumenta, entonces, que Dios creó el universo para que funcionara como una máquina mediante mecanismos y leyes físicas predecibles que harían innecesaria su intervención posterior en su funcionamiento, más allá del acto inicial de creación, que sería, pues, lo único que tendría carácter milagroso. Esta concepción, sin negar a Dios como Creador de todo lo que existe, termina no obstante proscribiéndolo de su universo y negando por completo la posibilidad de los milagros. Pero lo cierto es que, en realidad, Dios no creó un universo que funcione de una manera tan rígidamente maquinal o mecánica. Y si bien no puede negarse que Dios en su sabiduría no requiere necesariamente de intervenciones sobrenaturales y milagrosas de carácter intempestivo e inexplicable para orientar el curso de la historia a sus propósitos soberanos, esto no significa que eventualmente no sea libre de obrar de este modo. Con todo, habitualmente sus intervenciones no son extrañas ni ajenas al funcionamiento cotidiano del universo y de la naturaleza y consisten en una labor de selección y sincronización muy sutil pero precisa de causas que operan normalmente en el universo para producir justamente el efecto deseado en el lugar y el momento oportunos, justificando la declaración de Salomón: “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo” (Eclesiastés 3:1). Podríamos afirmar de manera muy razonable que, sin dejar de ser extraordinario, hay un tiempo para los milagros que nadie puede, pues, descartar de manera concluyente, máxime si tenemos en cuenta que la ciencia se ha vuelto más humilde y sus conclusiones ya no tienen ese carácter definitivo y final que pretendieron en su momento, sino que sus conclusiones son de carácter transitorio, siempre susceptibles de revisión y cuyo peso es mayormente estadístico y descriptivo, más que predictivo para la totalidad de los casos.
Además, como lo sostiene Bronislaw Malinowski: “Es un error suponer que en la etapa primitiva de su desarrollo el hombre vivía en un mundo… donde el misticismo y la razón eran intercambiables… En sus ritos… el hombre trata de obtener milagros, no porque ignore el límite de sus fuerzas mentales, sino, por el contrario, porque los conoce plenamente”. Porque el pensamiento secular y buena parte de la “progresista” teología liberal del siglo XIX, influida por el racionalismo filosófico y por los resabios de la ciencia naturalista, llegó a mirar de manera condescendientemente paternalista a las comunidades pertenecientes a las épocas primitivas de la historia humana, -incluyendo entre ellas a la comunidad judía del primer siglo de la era cristiana-, como si todos ellos fueran niños incapaces de distinguir sin ayuda la realidad de la ficción y de pensar de manera lógica y racional más allá de los mitos y del misticismo religioso. Pero lo cierto es que, dejados a su suerte, aún los niños están en condiciones de distinguir la realidad de la ficción, aunque su capacidad al respecto no esté tan desarrollada como la de los adultos.
Es así como estos teólogos terminaron afirmando que la comunidad apostólica del primer siglo no sólo exhibía un pensamiento “precientífico”, sino también “prelógico”, es decir que no pensaban ni de manera científica ni de manera lógica, algo que no deja de ser discutible. Así, pues, la teología liberal consideró que debía “corregirle la plana” a los escritos inspirados del Nuevo Testamento y proceder entonces a “desmitologizar” las narraciones de los evangelios y los Hechos de los Apóstoles bajo el supuesto de que sus autores mezclaban en ellas de forma indiscriminada y confusa mito e historia o, dicho de otro modo, ficción y realidad. Pero lo cierto es que ni los apóstoles ni la comunidad del primer siglo de la era cristiana era tan ingenua como para no distinguir los hechos de las fábulas y leyendas surgidas alrededor de ellos, como lo ratifican muchas de sus incidentales afirmaciones que nos informan que ellos ya habían emprendido en su momento la “desmitologización” propuesta por la teología liberal, haciendo innecesario un nuevo esfuerzo en esta dirección, de tal modo que podemos confiar en que: “Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos” (2 Pedro 1:16). Grandeza atestiguada, entre otros, por los milagros que rodearon su ministerio, concluyendo con su resurrección como el momento culminante de todo, tema al que es justo dedicar otra conferencia más adelante.
Dicho lo anterior, vale la pena concluir advirtiendo que la iglesia no debe recurrir a los milagros como su primera opción para resolver sus problemas ni tampoco apelar con ignorancia efectista a explicaciones milagrosas para dar cuenta de eventos que tienen explicaciones naturales. Ya lo dijo Francis Collins, creyente en Cristo y científico que dirigió el proyecto de la decodificación del genoma humano: “La única cosa que matará la posibilidad de los milagros más rápidamente que un materialista convencido es asignar el estado de milagro a hechos cotidianos para los que ya existe una explicación natural”. Pero, de igual modo, quienes rechazan los milagros no deben descartarlos cuando se encuentran frente a sucesos extraordinarios que no pueden ser explicados por ningún medio natural. Al fin y al cabo, si bien es cierto que la ocurrencia de un milagro será siempre algo sorprendente, no debe sorprendernos la posibilidad misma de los milagros. Por último, no sobra una precaución más: la ocurrencia de milagros o de episodios que tengan toda la apariencia de tales no es de ningún modo garantía de contar con el respaldo o tan siquiera la aprobación de Dios, como lo demuestra inequívocamente lo dicho por el Señor a quienes presumían de haber hecho milagros en su nombre: “Muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?’ Entonces les diré claramente: ‘Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!’” (Mt. 7:22-23).
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