El rey Uzías, también conocido como Azarías, es uno de aquellos reyes de Judá de los que, a semejanza de Salomón, la Biblia da una opinión favorable, calificándolos en principio como buenos reyes, pero de los que al final se señalan aspectos condenables que mancharon su buen legado en el ocaso de sus vidas. En el caso de Uzías esta mancha corrió por cuenta del hecho de que, no contento con su condición de rey favorecido de este modo por Dios, en su soberbia intentó usurpar también para sí las funciones de los sacerdotes al quemar incienso en el templo, labor reservada en la ley para los sacerdotes de manera exclusiva, como consecuencia de lo cual Dios lo castigó con un ataque de lepra que se volvió crónica, prolongándose por el resto de su vida y reduciéndolo al aislamiento social, como se nos informa en el segundo libro de los reyes: “Él hizo lo que agrada al Señor, pues en todo siguió el buen ejemplo de su padre Amasías. Sin embargo, no se quitaron los altares paganos, sino que el pueblo siguió ofreciendo sacrificios y quemando incienso en ellos. El Señor castigó al rey con una enfermedad de la piel hasta el día de su muerte. Y, como el rey Azarías tuvo que vivir aislado en una casa, su hijo Jotán quedó a cargo del palacio y del gobierno del país” (2 Reyes 15:3-5). Situación compartida con otros reyes que nos recuerdan que es mejor tener malos comienzos y enderezar el rumbo sobre la marcha para tener buenos finales que buenos comienzos y malos finales, que es lo que queda en la retina. Malos comienzos y buenos finales que, felizmente, la conversión a Cristo hace posibles
Malos comienzos, buenos finales
“Es preferible que las cosas tengan un mal comienzo y un buen final a que tengan un buen comienzo y un mal final pues lo último es lo que se recuerda”
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