La defensa de la fe fue una necesidad sentida de la iglesia desde su misma fundación y crecimiento en el primer siglo de nuestra era. Judas, el hermano del Señor y autor inspirado de la epístola que lleva su nombre lo confirma al dirigirse con estas palabras a la iglesia de su tiempo movido por la necesidad de hacerlo así: “Queridos hermanos, he deseado intensamente escribirles acerca de la salvación que tenemos en común, y ahora siento la necesidad de hacerlo para rogarles que sigan luchando vigorosamente por la fe encomendada una vez por todas a los santos. El problema es que se han infiltrado entre ustedes ciertos individuos que desde hace mucho tiempo han estado señalados para condenación…” (Judas 1:3-4). Las infiltraciones en la iglesia siempre han estado, pues, a la orden del día, por lo que, al igual que el creyente individual debe combatir y resistir a la carne acechándolo en su interior en contubernio con Satanás y el mundo que lo acechan también desde el exterior; así también la iglesia ha tenido que enfrentar la oposición al evangelio desde fuera y desde dentro de ella misma, procedente de quienes, cual caballo de Troya, se infiltran dentro de ella. Y en su legítima promoción de la unidad, la iglesia no puede hacer la vista gorda ante estas infiltraciones, así sea que al identificarlas, combatirlas y expulsarlas eficazmente, luchando vigorosamente por la fe que se nos ha encomendado, se pueda obrar en contra de una mal entendida unidad que sacrifique la verdad en el proceso y que, en aras de una artificial, ponzoñosa y superficial armonía, haga de lado la defensa de la sana doctrina en el proceso
Luchando vigorosamente por la fe
“La unidad siempre será un propósito deseable para la iglesia, pero no cuando para lograrla se sacrifica la verdad en el proceso”
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