El orgullo del protestantismo
Uno de los más importantes legados que la Reforma le dejó a las iglesias surgidas bajo su influencia y al mundo moderno en general, fue la revisión que los reformadores hicieron de la institución sacerdotal característica del catolicismo romano al evaluarla a la luz de las Escrituras. Revisión que halló forma concreta en la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes. Para comprender y valorar su revolucionario y valioso impacto, debemos abordar el tema en orden, desde la perspectiva histórica registrada en la Biblia.
Lo primero que debemos decir, entonces, al respecto, es que la institución sacerdotal caracterizaba al judaísmo antes de que la destrucción del Templo de Jerusalén por los ejércitos del rey Nabucodonosor hiciera impracticable el sacerdocio vinculado de manera inseparable a esta solemne construcción arquitectónica y religiosa, ordenada por Dios mismo en la Ley mosaica. Así, en el contexto del Antiguo Testamento, la figura del sacerdote era imprescindible y de capital importancia dado que el sacerdote es, por definición, el representante o mediador de los hombres ante Dios, o dicho de otro modo, el conducto regular y seguro establecido y aprobado por Dios a través del cual el hombre puede acceder a Él sin perecer en el intento.
Una mediación que, por cierto, no fue siempre bien ejercida por aquellos elegidos de forma privilegiada para desempeñarla, según consta en la Biblia mediante el registro de casos representativos, tanto de sacerdocios ilegítimos desempeñados por personajes que no formaban parte ni de la tribu de Leví, ni de la familia de Aarón, que eran los únicos autorizados por Dios para desempeñar las actividades sagradas relacionadas con el Templo y su ritual sacrificial; como de sacerdocios legítimos pero irresponsables, como el tristemente célebre del sacerdote Elí y sus hijos registrado en el primer libro de Samuel.
Simultáneamente y a la par de la institución y ejercicio del sacerdocio aarónico, el Antiguo Testamento anunció un orden sacerdotal superior a aquel: el orden de Melquisedec, personaje enigmático que desparece tan rápido como aparece de forma temprana para bendecir a Abraham y recibir de él los diezmos de todo y que únicamente vuelve a ser mencionado para avalar el sacerdocio de Cristo en el salmo 110 y en la epístola a los Hebreos con especialidad. Jesucristo es, pues, el sumo sacerdote perfecto que deja sin efecto el sacerdocio aarónico tradicional y siempre imperfecto. Por eso, Martín Lutero y los reformadores que deseaban ser fieles a la Biblia, consideraron que a partir de Cristo todo sacerdocio humano concentrado en una élite privilegiada debería ser suprimido, no sólo en razón de su carácter imperfecto, sino sobre todo en vista de que a partir de Cristo es inútil e innecesario.
De hecho, la defensa por parte del catolicismo de la función sacerdotal de forma exclusiva por parte de sus ministros, ha demostrado ser anacrónica, cuestionable e inconveniente, al promover la formación de jerarquías sin fundamento bíblico, basadas en una artificial separación entre clérigos y laicos, que pretende atribuir más importancia y dignidad a los primeros que a los últimos. Es por todo esto que fue verdaderamente liberador por parte de la Reforma protestante la reformulación de la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes, que brinda a todos los cristianos sin distinción acceso directo y confiado a Dios, recurriendo tan sólo a la suficiente mediación de Cristo a nuestro favor, reivindicando así el papel que el laico ocupa en la divulgación del evangelio, al punto de llevar a Jorge P. Howard a declarar: “Los laicos son el orgullo del protestantismo”.
El compromiso del laico con el evangelio fue, pues, fomentado y estimulado en el protestantismo por la dignidad sacerdotal que todo laico sin excepción ostenta, situación que contribuyó a poner, en buena hora, sobre la conciencia de los laicos, el buen ejercicio de las responsabilidades prácticas y de la ética que la fe conlleva en el día a día, como un eficaz brazo extendido de la iglesia en el mundo, no circunscrito a los ceremoniales y rituales propios de los cultos o servicios cristianos en el templo, que en una mayoritaria proporción de católicos profesantes, se ven como desligados y sin conexión de continuidad con las actividades cotidianas fuera del templo, y que no impone, por lo mismo, sobre ellos el deber de actuar en todo tiempo, lugar y circunstancia como corresponde y se esperaría de un sacerdote que quiere representar a Dios de la mejor manera en el mundo. De hecho, está establecido que esto marcó el mayor y actualmente muy visible desarrollo social y económico de las naciones del norte de Europa que acogieron de lleno el protestantismo, en relación con las del sur que se aferraron al catolicismo.
Sin embargo, en el protestantismo actual, por cuenta del auge de las iglesias pentecostales y carismáticas, se puede estar perdiendo o traicionando inadvertidamente este irrenunciable legado democratizador de la Reforma, al encumbrar a sus “ungidos” y carismáticos dirigentes a la cúspide de una pirámide, a partir de la cual se establecen nuevas jerarquías prácticas en la iglesia, por las que estos dirigentes terminan constituyendo una casta superior a la que los demás miembros de la iglesia deben honrar, servir y reverenciar en un muy cuestionable culto a la personalidad; caldo de cultivo para el surgimiento de los grupos sectarios y heréticos que le dan tan mala prensa a la iglesia con sus excesos y actitudes extravagantemente fanáticas y en no pocos casos, delictivas, que los medios están siempre tan dispuestos a divulgar y dar a conocer sin el debido rigor informativo.
Por eso el teólogo alemán Jürgen Moltmann se apresuró a corregir este desvío del legado de la Reforma, declarando: “Toda la iglesia está dotada espiritual y carismáticamente, no sólo sus ministros”. En efecto, la doctrina del sacerdocio universal de los creyentes implica el hecho de que todo creyente deba estar dotado con dones espirituales, al margen de que ostente la condición de laico y no la de clérigo. En consecuencia, todos los cristianos tienen un aporte que hacer a la extensión del evangelio en el marco de la iglesia de la que forman parte, ejerciendo “carismas” que no son exclusivos de la élite dirigente. Al fin y al cabo, como lo aclara G. Conzelmann: “Todo lo que sirva para edificar la iglesia es ‘charisma’, no solo lo que aparece de forma extática, sino también el acto de servicio profano diario”
En este orden de ideas quienes tienen en la iglesia experiencias extáticas “sagradas”e intensamente emotivas, llamativas y aparatosas, no son más importantes que quienes ejercen sus menos ostentosos dones de manera sobria, humilde y callada en el servicio cotidiano “profano”, llevado a cabo por creyentes que mantienen intencionalmente un bajo perfil sin albergar intenciones de figuración, pero que, por lo mismo, suelen ser más consagrados a veces que los primeros, puesto que prestan su servicio no para ganarse el reconocimiento humano, sino: “como quien sirve al Señor y no a los hombres” (Efesios 6:6-7) y que trae como resultado que en la iglesia cualquier legítimo trabajo cotidiano secular y cualquier servicio por parte del cristiano, por humilde que sea, se ve como un llamado auténtico formulado por Dios a cada uno de los suyos. En consecuencia, el cristiano se siente estimulado por Dios a llevar a cabo esta labor con excelencia, puesto que, por pequeña o carente de importancia que pueda parecer, contribuye de cualquier modo a edificar la iglesia de Cristo. La anécdota del orgulloso y condecorado piloto de combate de la fuerza aérea norteamericana que se conmovió al identificar un día, de manera casual, al muchas veces ignorado y desdeñado grumete humilde que le empacaba diariamente el paracaídas, gracias al cual pudo salvar su vida cuando tuvo que abandonar su averiado avión en su última misión de guerra, ilustra muy bien el punto. Así, pues, ningún trabajo en la iglesia o fuera de ella -por humilde que sea- que se lleve a cabo con mística, capacidad y excelencia para la gloria de Dios, pasa desapercibido para Él, ni es en vano, de modo que el cristiano puede tener la certeza de que “… el Señor recompensará a cada uno por el bien que haya hecho, sea esclavo o sea libre” (Efesios 6:8), en virtud del sacerdocio universal de los creyentes.
Deja tu comentario