Desmantelando el ateísmo clásico moderno
Es oportuno comenzar esta conferencia, citando el libro Nuevo ateísmo del Dr. Antonio Cruz cuando dice lo siguiente: “Hay una gran diferencia entre lo que desean los nuevos ateos de hoy y aquello que consideraban sus predecesores, los ateos clásicos. Los libros de Friedrich Nietzsche, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, por ejemplo, resuman un ateísmo duro que reclama un cambio radical en la conciencia humana y en la cultura. Según tales autores, la persona que se define como atea debe estar dispuesta a afrontar con valentía los retos de su increencia… El verdadero ateísmo requiere el coraje suficiente para reconocer que, si no hay Dios, es el individuo el único que debe crear los valores que guiarán su vida y seguirlos fielmente contra viento y marea. Si no se hace así, no hay genuino ateísmo. Esto es lo que pensaban tales filósofos, así como también Freud, Feuerbach, Marx y otros.
Por esta razón y por otras que se irán considerando más adelante, muchos pensadores de hoy sostienen algo muy difícil de refutar y que se ve ratificado cada vez más: el ateísmo requiere una fe ciega de carbonero pues por mucho que lo intente, nunca puede ser ni coherente ni consistente, ya sea desde la óptica racional y filosófica, como desde la experimental y científica, sin hablar de la vida misma en el día a día. Por lo tanto, quienes insisten en ser ateos, deben renunciar al intento de fundamentar y pensar su ateísmo hasta sus últimas consecuencias. Pero entre los dos tipos de ateísmo que estamos considerando: el nuevo ateísmo de hoy y el ateísmo clásico de la reciente modernidad, existen algunas notorias diferencias. En primer lugar, los ateos clásicos basaban su ateísmo más en el razonamiento filosófico que en la experimentación científica. Y en segundo lugar, como resultado de lo anterior, fueron comparativamente hablando más consecuentes y honestos -o tal vez debería decir menos inconsecuentes y deshonestos- que los nuevos ateos que tratan de basar su ateísmo más en la ciencia evolucionista darwinista -si es que se le puede llamar ciencia- que en el razonamiento filosófico, en el que son muy deficientes al contrastarlos con los ateos clásicos de la modernidad.
Para demostrar estas afirmaciones basta acudir a quienes son probablemente los tres ateos clásicos más representativos de la modernidad, conocidos en el campo de la filosofía con el rótulo de “los filósofos de la sospecha”. Me refiero, por supuesto, a Friedrich Nietzsche, Carlos Marx y Sigmund Freud, mencionados los tres en la cita de apertura tomado del libro del Dr. Antonio Cruz. Se les llama los “filósofos de la sospecha” porque, además de cuestionar y desnudar como pocos de forma muy incisiva algunas de las numerosas inconsistencias en que la cristiandad ha incurrido de manera culpable al constituir lo que llamamos la civilización occidental; descubrieron y exploraron también detrás del funcionamiento visible de la sociedad ciertas dinámicas inadvertidas y encubiertas que son muy determinantes para las formas particulares que la sociedad adquiere.
Nietzsche señaló lo que él llamó “la voluntad de poder” como uno de los principales móviles de la sociedad humana y trató de establecer una moralidad diferente a la cristiana elaborada por el llamado “superhombre”, un nuevo hombre llamado a emanciparse de la moralidad cristiana poniéndose por encima de ella para moldearla conforme a su voluntad de poder. Marx, por su parte, se concentró en analizar las relaciones de producción y la lucha de clases como el verdadero motor del funcionamiento de la sociedad. Y Freud nos reveló el papel que el inconsciente juega en la configuración del comportamiento social del individuo, en especial lo que llamó la “libido” o el impulso sexual. Pero veámoslos uno a uno
Friedrich Nietzsche
Nietzsche es con mucha probabilidad el personaje que mejor y más elocuentemente da inicio y recoge en sus apasionados escritos toda esta diatriba moderna contra Dios, contra la religión y contra la moralidad cristiana. De los tres mencionados, fue tal vez el más consecuente de todos en cuanto a plasmar en sus escritos todas las implicaciones de marginar a Dios de nuestra vida. Su célebre frase: “¡Dios ha muerto! ¡y somos nosotros quienes le hemos dado muerte!”, está en el trasfondo de corrientes de pensamiento tan variadas como el humanismo ateo, el materialismo y el existencialismo nihilista del siglo XX como el de Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Franz Kafka, y aún en los defensores de la mal llamada “Teología de la muerte de Dios”. Pero lo que muchos olvidan es que, como lo señala el teólogo R. C. Sproul al referirse a este patético personaje: “Su declaración de la muerte de Dios no fue hecha en un desafío, sino con lágrimas”. Es significativo que el mismo Nietzsche dijera poco después: “Desde que no hay Dios, la soledad se ha vuelto intolerable”.
Para entenderlo, vale la pena leer todo el estremecedor contexto en que hizo su declaración de la muerte de Dios, que se encuentra en el libro La Gaya Ciencia, y dice así: “Usted habrá oído de aquel loco que encendió una linterna a plena luz de la mañana y corrió al mercado gritando: «¡Estoy buscando a Dios, estoy buscando a Dios!». Como allí había muchos que no creían en Dios, se produjo una risa general. «¿Por qué, es que se ha perdido?», pregunto alguien. «¿Se ha extraviado como un niño», inquirió otro. «¿O está escondido? ¿O tiene miedo de nosotros? ¿O se fue de viaje? ¿O emigró?» así vociferaban y reían. El loco se plantó entre ellos y los traspasó con sus miradas. «¡Donde está Dios?», gritó. «Yo se lo diré. Nosotros lo matamos; ustedes y yo. Todos nosotros somos sus asesinos. Pero, ¿cómo hicimos eso? ¿Cómo fuimos capaces de bebernos el mar? ¿Quién nos dio la esponja para eliminar todo el horizonte? ¿Qué estábamos haciendo cuando desligamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde va ahora? ¿A dónde estamos yendo? ¿Alejándonos de todos los soles? ¿No estamos saltando continuamente hacia atrás, hacia los lados, hacia delante, en todas direcciones? ¿Nos queda algún hacia arriba o hacia abajo? ¿No estamos extraviados en medio de una nada infinita? ¿No sentimos el respirar del espacio vacío? ¿No ha llegado este a ser más frío? ¿No es noche tras noche que vienen permanentemente? ¿No deben las linternas ser encendidas en la mañana? ¿No estamos oyendo todavía el cavar de los sepultureros que están enterrando a Dios? ¿No estamos oliendo sino solamente la descomposición de Dios? Dios también se descompone. Dios está muerto y nosotros lo hemos matado…». Y su lamento final es estremecedor: “¿Cómo podremos nosotros, los más asesinos de todos los asesinos, consolarnos a nosotros mismos? Quien era más santo y más poderoso de todo lo que el mundo ha poseído ha sangrado hasta morir bajo nuestros cuchillos. ¿Quién quitará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua habrá con que podamos limpiarnos? ¿Qué fiestas de expiación, qué juegos sagrados tendremos que inventar?”.
¡Impresionante!, ¿no es así? Una detallada, escalofriante y casi lírica descripción de aquello a lo que nos vemos arrojados si eliminamos a Dios de nuestro horizonte vital. Lanzados a la nada, al sinsentido y a la incertidumbre crónica, como ciegos que dan palos a diestra y siniestra. Es irónico que Nietzsche coloque estas palabras en la boca de un loco, como un anuncio profético de la demencia en que él mismo murió, recluido en un manicomio de Alemania durante sus últimos días, viviendo en su sórdido mundo interior de vértigo y oscuridad y firmando sus delirantes últimas cartas como “El Crucificado”, como muestra tal vez de su dureza de corazón y su autodestructiva actitud desafiante hacia Dios hasta el final, haciendo escarnio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo; o de pronto, -creo yo-, también como expresión del continuo tormento en que se hallaba sumido por haber eliminado a Dios de su vida.
Dado que estos personajes, a diferencia de los nuevos ateos, promovieron una nueva moralidad diferente a la cristiana emanada de un ateísmo que intentaba ser consecuente y lograron en buena medida implementarla, esto nos permite poner a prueba sus propuestas. Porque en relación con estos personajes, tenidos como profetas y referentes del pensamiento secular moderno, Charles Colson dijo: “Si examinamos las vidas de estos que se autoproclaman profetas, hallamos poca base para creer sus grandiosas promesas… Una de las pruebas para saber si una visión del mundo es cierta es ver si corresponde con la realidad: ¿Podemos vivir por ella?”. No por nada el Señor Jesucristo dijo en el evangelio “por sus frutos los conoceréis”. Es decir, ¿viven de manera coherente y consecuente con lo que predican? ¿Su credo pasa la prueba en la historia y en la vida práctica? ¿Cuál ha sido el resultado de implementar sus ideas?
Porque más allá de la manera lastimosa en que terminó sus días, las consecuencias de las ideas de Nietzsche ya están a la vista de todos y pueden ser evaluadas sin ninguna dificultad por la humanidad actual en pleno. Sus propuestas fueron puestas en práctica por el nazismo de Hitler, quien se apoyó en el llamado “superhombre”, la alternativa planteada por Nietzsche ante la “muerte de Dios”. Aquí sobran los comentarios, pues es indudable que los campos de concentración de Auschwitz y Treblinka son silenciosa pero elocuente evidencia del estruendoso fracaso de las ideas de Nietzsche. Porque como lo dijo Fiodor Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”, a lo cual podríamos añadir que si Dios no existe, nada tiene sentido. El teólogo Hans Küng evaluó la vida de Nietzsche y su intento de ser consecuente con su credo, de lo cual concluyó: “He ahí un hombre que predica la doctrina del superhombre… y él mismo no sale de su mundo de sombras, vive como un fracasado fuera de la realidad de su tiempo…”.
Nietzsche, ciertamente, ejerció una crítica necesaria hacia la iglesia denunciando los casos en que la religión sofoca la pasión de la vida misma y la somete a la tiranía de una racionalidad fría o se convierte en una doctrina utilitarista que nos autoriza a poner a Dios a nuestro servicio como si Él fuera nuestro sirviente, así como la inconsecuencia de los cristianos que quieren conservar del cristianismo únicamente lo que les gusta de él mientras desechan lo que no les gusta. Pero su ateísmo, aunque más consecuente que el de los nuevos ateos, a la luz de los hechos consumados nos deja en una muy precaria, insostenible y muy sombría y preocupante posición.
Carlos Marx
No emprenderemos aquí propiamente un análisis del marxismo. Pero es de todos conocida su postura abiertamente atea y su consecuente condenación y crítica de la religión y de toda idea de Dios, sintetizada en su célebre frase que dice que: “la religión es el opio del pueblo”. La creencia en Dios y la religión como tal fueron pues impugnadas por Marx como enfermedades sociales que había que erradicar para poder establecer la verdadera justicia e igualdad anheladas por la humanidad en su “milenio comunista”. Como consecuencia de ello, todos seríamos felices y viviríamos en completa fraternidad y armonía los unos con los otros. ¿Pero cuál fue el resultado de su sistema de pensamiento cuando se logró implementar? Primero, la sangrienta revolución bolchevique liderada por Lenin en la Rusia de los Zares, que como toda revolución, fue justificada en principio bajo el maquiavélico lema de que el fin justifica los medios. ¿Y qué es lo que vemos una vez obtenido el poder por los comunistas y montado todo un vasto y represivo andamiaje político y militar para eliminar a Dios y a la religión por completo de su horizonte vital?
Lo que vemos es un régimen dictatorial tiránico, totalitario y absolutista en donde el descontento social, la injusticia, la violencia, la desigualdad y la sangre corren a raudales por cuenta del estado comunista. No podemos olvidar que si Hitler eliminó a seis millones de judíos, Stalin lo superó de lejos con más de quince millones de ejecutados en una cruel y sistemática matanza llevada a cabo en sus tristemente célebres “Gulags” o campos de exterminio soviéticos en los que recluían a todos los que pensaran diferente y no secundaran sus políticas. Eso sin mencionar que los regímenes políticos comunistas, ateos y totalitarios más cuestionados del siglo XX por su violación masiva de los derechos humanos están inspirados en el materialismo ateo de Carlos Marx, entre los cuales podemos señalar a Corea del Norte, la Camboya de Pol Pot, China, y en nuestro vecindario la Cuba de Fidel Castro, confirmando lo dicho con sarcasmo y humor negro por el economista norteamericano J. K. Galbraith: “Bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre. Bajo el comunismo, es justamente lo contrario”.
Por supuesto, Marx tiene derecho a sus descargos, y a pesar de que la iglesia fue de las que más padeció los horrores del comunismo, es ella tal vez la que debe levantarse a hacer estos descargos, pues hay cierto valor crítico en el marxismo que no podemos olvidar y que consiste en denunciar al cristianismo cuando éste se convierte en simple ideología al servicio de los poderosos, encubriendo situaciones de injusticia social. El pastor Darío Silva-Silva reivindica a Marx hasta cierto punto cuando se refiere así a la inanidad religiosa que padece gran parte de la iglesia: “El culto muerto y aburrido, o superficialmente emocional, a nadie salva ni regenera… es razonable la afirmación de Marx: La religión es el opio del pueblo; porque hay sistemas cúlticos y rituales que sólo enajenan a las masas con la anestesia del misticismo, para que olviden sus problemas. Inanidad religiosa”, y termina diciendo que: “Juzgar al marxismo sólo por su componente ateo es superficialidad inaceptable en los tiempos actuales; despojado de su dogmatismo antiespiritual, este sistema deja… lecciones valiosas… Lo que… preconizó sobre ‘el nuevo hombre’ y ‘la nueva sociedad’ -¿guiado por su inconciente judío?-, no se halla lejos de la doctrina cristiana de la regeneración. Sólo que tal novedad de vida no es obra del estado, como Marx lo pretendió, sino del Espíritu Santo, como Jesús lo reveló”. La intención de Marx puede haber sido entonces buena, pero la ejecución falló por utilizar métodos equivocados que no tienen en cuenta a Dios.
De hecho, cuando sus opositores políticos acusaron a Winston Churchill de haber militado en su juventud en el comunismo, él respondió diciendo que el que a los 20 años no era comunista no tenía corazón, pero añadió enseguida, para poner las cosas en su lugar, que el que a los 40 años seguía siendo comunista, no tenía cabeza. Y Ronald Reagan afirmaba que un comunista era el que leía a Marx y a Lenin. Pero que un no comunista era el que los entendía. Porque cuando uno entiende el comunismo con la cabeza, y no meramente con el corazón, se da cuenta que cualquier doctrina o ideología que niegue a Dios no tiene futuro ni puede aspirar a alcanzar los cambios sociales que su agenda pregona.
Esa es, en efecto, la razón por la cual muchos de nuestros jóvenes con sensibilidad social y que desean asumir sus responsabilidades al respecto para alcanzar cambios favorables en el actual estado de las cosas, se dejan seducir por estos aspectos innegablemente necesarios, llamativos y justificados de la doctrina marxista. Algo con lo que no pueden evitar estar de acuerdo si de ser fieles a los ideales de justicia se trata. Y es por eso también que se requiere una mediana formación en apologética para que podamos mostrarles ambas caras de la moneda y puedan darse cuenta de que el marxismo nunca alcanzará sus altos ideales de justicia, debido en especial a su negación sistemática de Dios. Porque un significativo número de jóvenes de iglesia pueden ser seducidos por el pensamiento ateo de la extrema izquierda y terminar, por esta razón, abandonando su fe cuando llegan a la universidad. Es, pues, urgente e imperativo para todos, comenzando por los padres, capacitarse para tener una perspectiva más amplia y completa al respecto y estar en capacidad de exponerla y transmitirla con satisfactoria solvencia a nuestros hijos ante el bombardeo de ideologías ateas que experimentan en las universidades seculares. Porque si la iglesia y los padres cristianos de estos jóvenes no saben responder los cuestionamientos de sus hijos de este estilo cuando entran a la universidad, me temo que sus hijos se pueden alejar o terminar abandonando el cristianismo a favor de Niestzsche, Marx o Freud, entre otros.
No podemos dejar de hacer notar que con Nietzsche y el nazismo vimos el fracaso de una ideología atea fascista y de extrema derecha. Y con Marx y los estados comunistas vimos el fracaso de una ideología atea de extrema izquierda. Lo cual nos lleva a concluir si no se acogen a Cristo arrepentidos, tanto los capitalistas de derecha como los comunistas de izquierda son ambos culpables, razón por la cual, si rechazan a Cristo, al final tanto el de izquierda como el de derecha por igual serán colocados a la izquierda con las cabras. Pero a su vez podemos declarar igualmente que redimidos por Cristo, tanto el de izquierda como el de derecha tienen privilegiado lugar en el reino de Dios junto a Cristo, puesto que, finalmente Cristo no rechaza al de izquierda o al de derecha. Él los invita a ambos por igual, pero el pensamiento de izquierda ha rechazado de manera abierta y sistemática esta invitación.
Sigmund Freud
Una de las más conocidas declaraciones de Freud en contra de Dios y la religión en general es la que encontramos en su libro El Porvenir de una ilusión, que dice así: “La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo, de la relación con el padre… hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la… fatalidad de un proceso de crecimiento”. Aquí tenemos, pues, su postura de descalificación hacia la religión y, de paso, hacia el Dios que la fundamenta. Y es que este pensador austríaco, considerado el padre del psicoanálisis moderno, renegó de Dios y de la religión, sin llegar a las medidas políticas represivas propiciadas por el comunismo, pero ocasionando daños que, aunque más sutiles, son a la larga igualmente destructivos que los del marxismo en la sociedad actual. Para Freud la religión y la creencia en Dios eran ilusiones condenadas a desaparecer en la medida en que no serían más que patologías de la psiquis humana. Más exactamente, la religión sería una neurosis colectiva de la humanidad que había surgido en la infancia de su historia, pero que ahora que se había alcanzado la madurez histórica del género humano a través de la ciencia, había entonces que sanar, superar y dejar atrás. De igual modo, para él la idea de Dios era tan sólo el reflejo del padre en una primitiva relación edípica enmarcada en el conocido “complejo de Edipo” al que han hecho tanta referencia los psicoanalistas posteriores a Freud.
En palabras más sencillas y descarnadas, para Freud las personas religiosas que insisten en su creencia en Dios y en su defensa de una moralidad fundamentada en Él, sufrirían un complejo y padecerían un desorden mental y la labor del psicoanálisis freudiano sería curar ambas cosas, liberando al ser humano de Dios y de los moralismos religiosos para que desarrolle todo su potencial sin restricciones, sin límites. No en vano el psicoanálisis procuró eliminar términos como “pecado” y “culpa” de su vocabulario por considerarlos anacrónicos y mandados a recoger. No podía ser de otro modo, pues para Freud la idea de Dios y las prácticas religiosas restringían la manifestación libre de la “libido” o el instinto sexual que se halla presente en el “Ello” o inconsciente y que no puede expresarse con libertad en el campo consciente del “Yo” por la represión que sobre él ejerce la sociedad religiosa y moralista, en lo que Freud llamó el “Super Yo”. Terminologías psicológicas elaboradas para justificar el llamado “amor libre” de los años 60 en la cultura “hippie”, estilo de vida que se ha extendido como plaga en nuestra sociedad secular, amenazando con destruir la célula básica de la sociedad que es la familia monógama, tal como Dios la instituyó en el Génesis. Porque la actual promiscuidad sexual generalizada pasa por flagelos sociales tan reconocidos como el adulterio, la fornicación tan común a nuestros jóvenes, la pornografía, las madres solteras, los divorcios, el aborto, el homosexualismo, el sida y las enfermedades venéreas, para mencionar sólo las más visibles consecuencias del libertinaje sexual promovido por Freud.
Ahora bien, Freud también tiene derecho a sus descargos, pues sus análisis de la religión nos permiten identificar las deformaciones neuróticas del cristianismo, es decir que nos brinda criterios para identificar mejor a los creyentes que viven su fe de manera infantil, inmadura, enfermiza y fanática. Las ya llamadas “franjas lunáticas” de las congregaciones evangélicas que desprestigian al cristianismo ante los inconversos porque se relacionan con Dios en términos mágicos, irracionales y caprichosos y no en términos religiosamente sanos, maduros, racionales y productivos para todos. Y este peligro de vivir la fe de manera neurótica es mucho más marcado entre el pueblo latinoamericano, dadas las condiciones de evangelización a sangre y fuego que se dieron en nuestro continente por cuenta de la iglesia católica romana del imperio español. Asimismo, el psicoanálisis de Freud dio en el punto en cuanto a la importancia de una relación sana y constructiva con el padre para que la relación con Dios también sea igualmente constructiva y sana y la manera en que la fe se ve afectada negativamente cuando se destruye la autoridad de los padres. Pero hechas estas salvedades y sea como fuere, tampoco Freud pasa la prueba a juzgar por el lastimoso estado de la sociedad actual que ha seguido al pie de la letra sus lineamientos.
Visto así, las doctrinas de nuestros tres personajes, Marx, Freud y Nietzsche, llamados “los filósofos de la sospecha”, han mostrado no ser congruentes con la realidad, y según se ha visto, su realización en la historia fracasó y no logro elevar la calidad de la vida humana sino que más bien la degradó y dejó profundamente insatisfechos y mal parados a todos sus esperanzados seguidores, de donde concluimos que no es posible vivir por ellas. Por otra parte, el contraste entre la vida personal y la doctrina de cada uno de estos personajes es notorio. Tal vez la vida de Marx y Freud no haya sido tan angustiosa y lúgubre como la de Nietzsche, pero esto se debe a que, como lo afirma Paul Johnson en su Historia de los Judíos: “Ni Marx ni Freud aplicaban sus teorías al hogar y a la familia…”. Es decir que predicaban, pero no se atrevían a aplicarlo a su propia vida. Como dicen por ahí: “En casa de herrero, azadón de palo”. ¿Por qué sería? ¿No sería debido a que sabían o intuían que si llevaban sus doctrinas hasta sus últimas consecuencias en su vida personal no terminarían bien, como le sucedió a Nietzsche? Porque finalmente el ateísmo no es el resultado de una avanzada intelectualidad sino un intento de justificar conductas que son injustificables.
De hecho, fue otro ateo clásico famoso, Bertrand Russell, quien con gran honestidad y lucidez nos informa la situación en que el ateísmo nos coloca con estas célebres palabras: “El hombre es el producto de causas que no pueden prever el fin que persiguen… una accidental colocación de átomos… destinados a extinguirse… bajo los escombros de un universo en ruinas… sólo sobre el firme basamento de una desesperación insumisa, puede erigirse la habitación segura del alma”. Por eso un ateo en paz es una contradicción de términos pues la desesperación existencial es la conclusión obvia que resulta del ateísmo. A la vista de lo anterior, tanto el ateísmo clásico como su reedición actual a través del llamado “nuevo ateísmo” son, como lo dice la Biblia, una necedad y no el resultado de una avanzada intelectualidad. A la luz de todo esto es muy razonable concluir que los resultados de las ideas de Marx, Freud y Nietzsche en la historia son razón de sobra para desecharlas a favor del evangelio.
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