Medios de contraste para la verdad
“Pues nada podemos hacer contra la verdad, sino a favor de la verdad” escribió el apóstol Pablo en 2 Corintios 13:8. Pero ¿qué significa? En primer lugar, es una garantía, una promesa segura dada a los creyentes en cuanto a que la verdad del evangelio al final y más temprano que tarde prevalecerá sobre toda argumentación y ataque en contra de ella. Esto, por supuesto, brinda una enorme tranquilidad a los creyentes a la hora de defender la fe, pues tenemos la certeza de que estamos del lado triunfador. Pero si lo miramos con más detalle, Pablo no sólo dice que al final la verdad del evangelio prevalecerá, sino que en último término todo juega a favor de la verdad. Es decir que no sólo la defensa que los creyentes en la iglesia hacemos de los asuntos de nuestra fe sirve, por supuesto, a la causa de la verdad; sino que también los ataques que los no creyentes en el mundo dirigen contra la fe terminan, al final jugando también a favor de la verdad.
Pero, ¿pero cómo es esto posible? Voy a explicarlo acudiendo a una frase del apologista Os Guinness que dice: “El contraste es la madre de la claridad”. ¡Contraste! Eso es lo que la mentira le brinda a la verdad: un medio de contraste para que la verdad pueda verse y apreciarse con mayor claridad. Veamos esto muy gráficamente desde el ángulo que nos brinda uno de los cinco sentidos del cuerpo: el sentido de la vista. En relación con él decía C. S. Lewis que: “Si usted ve a través de todo, entonces todo es transparente. Pero un mundo… transparente es un mundo invisible. El ‘ver a través de’ todas las cosas es lo mismo que no ver”. Si recordamos nuestras clases de física en el colegio, en ese entonces se nos enseñó que transparente, traslúcido y opaco son las tres características físicas que exhibe la materia en relación con la luz y el sentido de la vista y nos brindan los medios de contraste necesarios para apreciar y comprender las cosas mediante la observación y las consecuentes imágenes visuales que nos formamos de ellas.
Piensen, entonces, en esto: si todo lo que existe fuera opaco o transparente no podríamos ver nada, pues en el primer caso, si el aire o el vacío transparentes a través de los cuales podemos ver debido a que dejan pasar la luz casi sin restricción alguna, fueran en realidad opacos, no podríamos ver nada a través de ellos y sería como si estuviéramos permanentemente a oscuras. Y si todo fuera transparente la luz no serviría para nada pues no habría nada que ver. Lo opaco no deja ver nada más allá mientras que lo transparente lo deja ver todo, por eso necesitamos ambas cosas: lo transparente para que haya un medio a través del cual ver, y lo opaco para que exista algo que ver.
De igual modo en el campo del pensamiento necesitamos las ideas falsas para poder apreciar mejor las ideas verdaderas. Esto era lo que el apóstol Juan tenía en mente cuando dijo en 1 Juan 2:19: “Aunque salieron de entre nosotros, en realidad no eran de los nuestros; si lo hubieran sido, se habrían quedado con nosotros. Su salida sirvió para comprobar que ninguno de ellos era de los nuestros”. Por eso es que aún la mentira y las ideas falsas divulgadas por las ideologías del mundo y el pensamiento secular terminan sirviendo, aún a su pesar, a la causa de la verdad haciéndola resaltar más sobre el trasfondo que le brinda la mentira. Examinemos esto con mayor detalle observando algunos ejemplos a lo largo de la historia antigua y reciente que nos muestran el papel que las herejías han desempeñado a la hora de divulgar el evangelio de manera más convincente. Un papel que, contrario a lo que muchos piensan, no es tan malo como a veces se nos quiere hacer creer.
Tanto así que un historiador del cristianismo tan prestigioso como el cubano Justo L. González afirma que: “A pesar de sus errores y en buena medida gracias a ellos, los herejes han tenido una función positiva en los designios de Dios”. Algo que no dejar de sonar sorprendente si tenemos en cuenta que los herejes y sus herejías han despertado tradicionalmente tan ardiente oposición y condenación por parte de la iglesia –son la “bestia negra” de la sana doctrina− que el celo mostrado en estos casos en defensa de la fe no nos permite ver algunas verdades sobre las que Justo L. González llama nuestra atención. Una de ellas es que un gran porcentaje de los herejes de los primeros cuatro siglos de la iglesia ‒particularmente quienes le dan su nombre a las herejías‒ fueron cristianos comprometidos y bien intencionados. Y es que, como continúa diciendo Justo L. González: “lo que para unos es renovación, para otros es herejía”. ¡Claro! Para la iglesia católica Lutero y compañía eran herejes. Para nosotros fueron reformadores que estaban renovando a la luz de la Biblia el entendimiento equivocado que para entonces se hacía de la doctrina cristiana.
El problema es que la buena intención por sí sola no garantizaba que su postura fuera la correcta. Por eso es que las herejías, es decir las enseñanzas de los heresiarcas y sus herejes seguidores, deben ser combatidas y condenadas, como lo indica la Biblia en multitud de pasajes al exhortarnos a hacerlo de este modo. Pero sea como fuere, bien o mal intencionados, los herejes han prestado un servicio histórico a la iglesia al forzarla a reflexionar y establecer con rigor metódico y sistemático, con apego a la Biblia y a la experiencia cristiana, la doctrina correcta sobre los temas que se hallaban en discusión con los herejes y, de paso, a rescatar las verdades que ellos enfatizaban sin caer en los condenables errores a los que estos énfasis dieron lugar, separando así el grano de la paja, pues: “… ¿Qué tiene que ver la paja con el grano? −afirma el Señor−” (Jeremías 23:28), y “entresacando lo precioso de lo vil”: “… Si te convirtieres, yo te restauraré, y delante de mí estarás; y si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos” (Jeremías 15:19 RVR). Y al hacerlo así, la iglesia estableció las doctrinas que han servido luego de salvaguarda y de medio de contraste para identificar y dejar expuestos a los nuevos herejes que no hacen más que reencauchar las viejas herejías con nuevo ropaje.
Permítanme ilustrar el punto con los siguientes ejemplos.
Gnosticismo. La herejía más temprana que tuvo que enfrentar la iglesia fue el gnosticismo griego que afirmaba que el espíritu es bueno, pero la materia es mala y se infiltró en el cristianismo para negar la condición auténticamente humana de Cristo. Es decir que los gnósticos no tenían problema en afirmar que Jesucristo era Dios y como tal, perteneciente al mundo bueno del espíritu. Pero negaban que él era hombre, porque ser hombre significaba que Cristo participaría de la materia, pues los hombres somos seres de carne y hueso. Y fue justo gracias a la temprana infiltración del gnosticismo que los autores del Nuevo Testamento tuvieron que escribir en las epístolas, bajo la inspiración del Espíritu Santo, porciones que nos permiten a todos los cristianos posteriores a ellos identificar a los gnósticos y combatirlos siempre que hacen nueva aparición; porciones entre las que encontramos, por ejemplo, Colosenses 2:8, 16-23 y 1 Juan 4:1-3. De hecho buena parte de las epístolas paulinas se escribieron para combatir y aclarar algún tema controvertido, exponiendo la verdad contra el trasfondo que le brindaban los errores que se estaban divulgando en un momento dado.
Marción. Una de las acusaciones que han ganado fuerza a nivel popular entre los inconversos en contra del cristianismo es la que cuestiona la autoridad de las Escrituras debido al papel que la iglesia habría desempeñado en el establecimiento del canon o el conjunto de libros que constituyen nuestras Biblias actuales, particularmente los que tienen que ver con el Nuevo Testamento. El pensamiento secular ve este proceso con sospecha, presumiendo que a lo largo de él la dirigencia de la iglesia manipuló los libros de la Biblia y seleccionó de manera arbitraria y tendenciosa los que más convenían a su agenda encubierta para servir a sus intereses de poder y de control sobre las conciencias de los fieles.
La novela El Código Da Vinci postuló como punto culminante de este proceso el Concilio de Nicea en 325 d. C., convocado por el emperador Constantino para eliminar, según Dan Brown, en complicidad con la facción dominante de la iglesia las disidencias existentes hasta ese momento al interior de la iglesia cristiana, entre las que estarían los gnósticos, cuyos libros quedarían proscritos a partir de este momento. ¿Cómo respondemos a esto? ¡La iglesia ya había respondido a esto desde Marción! La iglesia antigua se vio literalmente empujada a tratar este asunto cuando Marción, un hereje de mediados del siglo II d.C., estableció de manera arbitraria y unilateral su propio canon de las Escrituras, al cual la iglesia tuvo que responder pronunciándose sobre el particular mediante consultas y consensos.
Porque Marción era antisemita, es decir que tenía una actitud hostil hacia los judíos y todo lo que tuviera que ver con ellos y tal vez por eso no le gustaba la manera en que Dios se revela en el Antiguo Testamento a través de ese Dios justiciero, tirano y cruel que manda matar sin distinción hombres, mujeres, niños y animales, sino que únicamente le gustaba el Dios de amor del Nuevo Testamento revelado en Jesucristo. Por eso diseñó una Biblia a su gusto, sin Antiguo Testamento, y con un Nuevo Testamento en el que únicamente había un evangelio, el de Lucas –por aquello de que Lucas era el único de los cuatro evangelistas que no era judío sino gentil−, el libro de los Hechos de los Apóstoles, también escrito por Lucas y las epístolas paulinas, pues Pablo era el apóstol de los gentiles.
Ante esto la iglesia respondió convocando reuniones de consulta y deliberación llamadas sínodos y concilios en los que, por consenso le brindó su reconocimiento formal a los libros del Nuevo Testamento que hoy figuran en nuestras Biblias y que ya circulaban masiva y providencialmente desde tiempo atrás entre todas las iglesias del imperio sin que hubiera existido una decisión previa al respecto por parte de las autoridades eclesiásticas. En otras palabras, las iglesias nunca se pusieron de acuerdo ni consultaron conjuntamente para determinar los libros que debían ser leídos y estudiados por los creyentes para alimentar la fe y establecer la doctrina correcta en las múltiples congregaciones cristianas locales que conformaban la iglesia primitiva.
Lo sorprendente es que cuando la dirigencia de la iglesia se vio empujada por el hereje Marción a tratar este asunto, consultando y pronunciándose oficialmente al respecto, encontraron que existía casi una total coincidencia en la lista de libros utilizada por todas estas congregaciones regadas a lo largo y ancho del imperio y que fueron muy pocos los que no contaban con el consenso universal de la iglesia, dando así su ratificación formal a estos libros que venían gradualmente dándole forma desde tiempo atrás a la iglesia bajo la sutil pero eficaz supervisión de Dios por medio de su Espíritu. Así, pues, a su pesar, el hereje Marción le prestó un buen servicio a la iglesia al obligarla a pronunciarse de manera temprana sobre este tema.
Arrio. Este fue el promotor de una herejía que lleva su nombre: arrianismo, que le dio muchísimo trabajo a la iglesia, pues tuvo muchos adeptos −incluso entre la dirigencia de la iglesia− y que consistía en negarle a Cristo su condición divina afirmando que Él no era Dios, sino la primera y más elevada criatura creada por Dios con lo que, de paso, ponía en entredicho también la doctrina de la Trinidad. Justamente, fue gracias a las discusiones generadas alrededor del arrianismo que la Iglesia le dio por fin un tratamiento debidamente metódico y sistemático a esta controvertida doctrina distintiva del cristianismo: la Trinidad, dejándonos además como resultado esos tres valiosísimos y muy bien trabajados documentos doctrinales de la antigüedad cristiana que conocemos como los tres credos de la iglesia primitiva: el apostólico, el niceno y el atanasiano, depurados referentes doctrinales obligados para toda la iglesia posterior en lo que tiene que ver con lo que la Biblia llama “la sana doctrina”. Todo gracias a Arrio.
Pelagio. Pelagio fue un monje británico que vivió en el cruce del siglo IV y V d.C. y negó la doctrina cristiana clásica del pecado original con todo lo que esto implicaba para la práctica de la fe, pues al afirmar que en realidad no nacemos con esa heredada inclinación a la desobediencia que la teología cristiana llama “pecado original” Pelagio pasó por alto lo que la experiencia humana universal nos muestra en el sentido que la obediencia no es algo natural en el ser humano, como se deduce de la labor de crianza llevada a cabo por los padres con sus hijos, tomada en cuenta por la Biblia con toda la seriedad debida cuando dice: “La necedad es parte del corazón juvenil, pero la vara de la disciplina la corrige” (Pr. 22:15). No es casual que en la Biblia la corrección o disciplina de los hijos sea un tema fundamental y recurrente de la vida práctica cristiana, abordado con especialidad en el libro de los Proverbios. La postura de Pelagio al respecto fue combatida y condenada como herejía por la iglesia, confirmando lo que cualquier padre o madre medianamente razonables tienen que admitir: los niños no obedecen a sus padres de manera natural. La doctrina del pecado original es el único planteamiento razonable disponible que explica la inclinación de todos los seres humanos a la desobediencia, al pecado y al mal. Y esta doctrina le debe su forma más madura y acabada disponible a la herejía de Pelagio cuando la negó y atacó. Tanto así que John Ortberg descartó esta herejía diciendo simplemente: “Pelagio, por supuesto, no tuvo hijos”. Así es, era monje. Si los hubiera tenido, hubiera reconsiderado su postura, como se cuenta que lo hizo un conferencista sin hijos que dictaba una conferencia titulada Reglas para criar a los hijos. Tan pronto tuvo hijos cambió el título de la conferencia, llamándola Sugerencias para criar a los hijos. Cuando los hijos llegaron a la adolescencia canceló la conferencia.
Eso en lo que tiene que ver con la utilidad que las herejías le prestaron a la iglesia en la antigüedad para prepararla mejor para defender la fe. Pero ¿qué decir de hoy? ¡Pues lo mismo! Alfonso Torres de Castilla nos recordaba que: “Cuando se ha logrado hacer desaparecer la herejía en un siglo ha rebrotado con otro nombre en el siglo próximo… fatigando a la iglesia dominante en su vano empeño perseguidor”. Las herejías no son tan variadas como podría creerse, sino que pueden ser relacionadas en una lista básica más bien corta, no obstante lo cual, una vez identificadas, combatidas, condenadas y extirpadas de su seno por la iglesia, vuelven con frecuencia a resurgir posteriormente con nuevas vestiduras, puesto que, como lo dijo el sabio rey Salomón: “Lo que ya ha acontecido volverá a acontecer; lo que ya se ha hecho se volverá a hacer ¡y no hay nada nuevo bajo el sol! Hay quien llega a decir: ¡«Mira que esto sí es una novedad!» Pero eso ya existía desde siempre, entre aquellos que nos precedieron… Dios hace que la historia se repita” (Eclesiastés 1:9-10; 3:15).
Comencemos, entonces, con Pelagio. El pelagianismo resurge hoy ya no en la iglesia, sino fuera de ella, a través de la filosofía de la ilustración que dio lugar a la revolución francesa. Particularmente, de la filosofía de Juan Jacobo Rousseau y su ingenua creencia en que: “El hombre nace puro y la sociedad lo corrompe” o el llamado “mito del buen salvaje”. Y aunque esto vaya en contra de la evidencia, hay mucha gente hoy que cree esto a pie juntillas. Creen que el hombre es bueno por naturaleza. Pero para hacerlos entrar en razón tenemos a nuestra disposición los contundentes argumentos de la doctrina del pecado original con la que la iglesia combatió al pelagianismo en su momento.
¿Y Arrio? Este personaje reaparece de varias maneras: en la teología liberal del siglo XIX que le prestó un muy flaco servicio al cristianismo (¡con amigos así, para qué enemigos!) al afirmar que Jesucristo era el más grande hombre que ha existido sobre la faz de la tierra, pero meramente hombre al fin y al cabo ¡otra vez Arrio! De hecho, esto amerita otra conferencia dedicada al tema de las herejías cristológicas en particular. Y Arrio también reaparece en las doctrinas de la secta de los Testigos de Jehová. En contra de ambos grupos ya tenemos los 3 credos de la Iglesia primitiva y la doctrina de la Trinidad desarrollada con más que razonable y bíblica solvencia en todos los volúmenes de teología sistemática que tenemos hoy ya disponibles.
¿Y los gnósticos? Esta herejía también reaparece de manera sofisticada con los descubrimientos y divulgación relativamente reciente de los llamados “evangelios apócrifos” entre los que encontramos el evangelio de María Magdalena que fue el utilizado por Dan Brown en su novela El Código Da Vinci, el evangelio de Tomás y el de Judas Iscariote, entre los más divulgados en los últimos años por los medios de comunicación para atacar mediante ellos al cristianismo histórico. Pues bien, estos evangelios apócrifos no son más que gnosticismo barato reencauchado, pues existe un consenso entre los estudiosos de todos los trasfondos en el sentido que estos evangelios apócrifos son evangelios escritos por los gnósticos con más de un siglo de posterioridad a los cuatro evangelios canónicos de nuestras Biblias y reflejan sus variadas, contradictorias y disparatadas creencias ya desmentidas con suficiencia por la iglesia del primer siglo.
Y finalmente ¿Marción? Ah… éste personaje reaparece hoy por cuenta de los ataques de los llamados “nuevos ateos” contra la Biblia, entre los cuales sobresale el muy mediático Richard Dawkins con sus muy vendidos libros El espejismo de Dios, El relojero ciego y El gen egoísta. Justamente, en uno de estos libros Dawkins escribió: “El Dios del Antiguo Testamento es posiblemente el personaje más molesto de toda la ficción: celoso y orgulloso de serlo; un mezquino, injusto e implacable monstruo; un ser vengativo, sediento de sangre y limpiador étnico; un misógino, homófobo, racista, infanticida. Genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista; un matón caprichosamente malévolo”. Pero en otra parte dice lo siguiente: “No puede negarse que, desde un punto de vista moral, Jesús es una gran mejora con respecto al ogro cruel del Antiguo Testamento” ¡Aquí lo tienen! ¡Otra vez Marción!
En lo personal, puedo decirles que cuando en años relativamente recientes surgieron las polémicas alrededor de la novela El Código Da Vinci llevada también al cine y que reivindicaba los contenidos del Evangelio gnóstico de María Magdalena como si fuera la versión correcta sobre los sucesos narrados en los cuatro evangelios, o el posterior hallazgo del Evangelio gnóstico de Judas Iscariote, lejos de preocuparme, me entusiasmaron estas controversias por la oportunidad que me brindaron de predicar sendos sermones sobre estos dos temas para dejarle a la iglesia las cosas en claro sobre estos asuntos, aprovechando el gran interés que se despertó dentro y fuera de la iglesia alrededor de esto, pues todo el mundo hablaba de ello y muchos cristianos se manifestaban muy preocupados por esta situación y, en su ignorancia, sentían incluso que les estaban moviendo el piso en el que se apoyaba su fe al no contar con respuestas para estos ataques. Porque estoy seguro que si hubiera predicado estos sermones en otras circunstancias, a muchos les hubieran parecido muy áridos y aburridos y se hubieran quedado dormidos a la mitad del sermón.
Podemos afirmar, entonces, que la Biblia y el evangelio de Cristo no le temen a nada de esto porque Dios sabe que en toda confrontación de la verdad con la mentira, la verdad prevalecerá tarde o temprano. Pero nosotros podemos acelerar la victoria de la verdad sobre la mentira si estamos preparados y tenemos la fe y el conocimiento necesario para aprovechar las mentiras de moda y utilizarlas sabia y estratégicamente como medio de contraste para hacer que la verdad eterna resalte con mayor nitidez y claridad. Porque si no estamos preparados, la alternativa puede ser muy diferente y peligrosa, como lo advierte el apóstol Pablo a quienes carecen de una fe madura y no están, por tanto, preparados para presentar una defensa consistente de su fe ante estos ataques periódicos que el mundo le dirige con estas peregrinas, apresuradas y malintencionadas teorías y malas interpretaciones de los hechos: “Así ya no seremos niños, zarandeados por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de enseñanza y por la astucia y los artificios de quienes emplean artimañas engañosas. Más bien, al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo” (Efesios 4:14-15). De nosotros depende, entonces, cuál de estas dos opciones escogemos.
Deja tu comentario