El teólogo Dietrich Bonhoeffer hacía la siguiente denuncia: “Con la huida de la discusión pública, este o aquel alcanzan el refugio de la práctica privada de la virtud… Sólo a costa de engañarse a sí mismo puede conservar su intachabilidad privada de la contaminación que produce una conducta responsable en el mundo. Todo lo que hace, jamás le compensará de lo que omite”. De hecho, la “práctica privada de la virtud” ya no parece tan sólo un cómodo refugio en que el creyente se aísla de manera culpable, sino un gueto al que el pensamiento secular parece estar empujando cada vez más a los creyentes y a la misma iglesia, al tolerar condescendientemente las prácticas religiosas confesionales siempre y cuando se mantengan restringidas y limitadas al fuero íntimo y a la esfera privada del individuo, pues la vida y la discusión pública debe dirigirse con criterios diferentes. De exceder estos delimitados linderos la fe corre el riesgo de ser atacada y descalificada. La ética social y pública se concibe así desligada, separada y sin ninguna relación con la religión y la fe. Lo triste es que un gran número de creyentes han terminado creyendo esta mentira, engañándose a sí mismos, pretendiendo conservar su supuesta “intachabilidad privada” al mismo tiempo que eluden su responsabilidad pública en el mundo, olvidando que lo público y lo privado no pueden desvincularse impunemente en la vida cristiana, puesto que: “La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Santiago 1:27)
Lo público y lo privado
“Es un engaño pretender ser intachables en privado ante Dios mientras eludimos nuestra responsabilidad pública con el prójimo”
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