Decía Paul Ricoeur que: “La ira de Dios es solamente la tristeza de su amor”, balanceando así uno de los textos bíblicos que más acogida tiene actualmente: aquel en el cual se nos revela que “Dios es amor” (1 Juan 4:8), indicando con ello que Su ira forma parte necesaria de Su amor. Ahora bien, se explica la popularidad de este versículo como reacción apenas natural a esa distorsionada imagen oscurantista de Dios como Juez inflexible, justiciero y vengador, que se complace en castigar la desobediencia de los hombres, sin mostrar asomo de misericordia. Con todo, no podemos pensar que el amor de Dios excluya la justicia y el castigo, pues de ser así quedaría reducido a una simple connivencia sensiblera, cómplice, alcahueta y encubridora del pecado del hombre. Como lo dice Henry Stob: “Dios no puede… amar a expensas de la justicia. Dios, en su amor, va en verdad más allá de la justicia, pero en ese amor no hace otra cosa que justicia. La cruz de Cristo… es, al mismo tiempo, una cruz de juicio y una cruz de gracia. Revela la paridad de la justicia de Dios y de su amor. Es… el establecimiento, en un solo evento, de ambos”. La ira de Dios sigue siendo, por tanto, una verdad bíblica ineludible. Él es justo y considera oportuno recordárnoslo mediante la manifestación eventual de Su ira sobre el pecador para castigarlo en este tiempo, en medio de la pauta general de misericordia con la que Él, en Su amor, nos trata. Pero al final, Su ira tendrá su justo lugar: “Vi en el cielo otra señal grande y maravillosa: siete ángeles con las siete plagas, que son las últimas, pues con ellas se consumará la ira de Dios” (Apocalipsis 15:1)
Las siete copas de la ira de Dios
“Sin la ira de Dios su amor quedaría reducido a ser una simple caricatura cómplice, sensiblera y encubridora del pecado humano”
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