Una revisión del esquema tradicional
En la iglesia a veces hacen carrera ciertas posturas simplistas y terminantes sobre algunos temas que pretenden ser concluyentes y reclaman proceder o emanar de la Biblia, convirtiéndose en axiomas que nos eximen de revisarlos y examinar con más detalle su pretendido fundamento bíblico. Uno de ellos es el de las prioridades del cristiano que establece una escala invariable en la cual Dios está siempre en primer lugar, seguido de la familia, el trabajo y la iglesia, en ese orden. Bajo este esquema se supone que, cuando haya en nuestras vidas un conflicto de intereses entre uno o varios de estos aspectos, se debe dar prioridad sin pensarlo mucho al que se halle más arriba en esta escala de prioridades. Así, si la iglesia riñe con el trabajo, se debe dar prioridad al trabajo. Si el trabajo riñe con la familia, se debe dar prioridad a la familia. Y si la familia riñe con Dios, se debe dar prioridad a Dios. Todo lo cual suena muy piadoso, correcto y claro sobre el papel, pero dista mucho de la realidad concreta con sus complejos entramados, entrelazamientos e interdependencias.
Comencemos por decir que no hay duda de que, en la perspectiva cristiana bíblica, Dios debe estar siempre en la cúspide de nuestras prioridades. Pero el asunto es que Dios no es una idea abstracta y etérea, sin relación alguna con las demás realidades de esta vida en las que nos hallamos inmersos, sino que Dios tiene que ver con todo, incluyendo, por supuesto, la familia, el trabajo y la iglesia, entre otros de los muchos aspectos abarcados por la cultura humana. Así, pues, honrar a Dios como nuestra prioridad implica y demanda honrar también la familia, el trabajo y la iglesia, dándoles a todos y cada uno de ellos la importancia debida en su justo lugar y proporción, conforme a los mandamientos bíblicos concernientes a nuestras responsabilidades en cada uno de estos aspectos de la vida, en una relación sensata, balanceada y correctamente equilibrada en la cual no se privilegie a uno arbitrariamente en detrimento del otro.
El cumplimiento satisfactorio de nuestras responsabilidades en todos estos aspectos está compendiado, además, en lo que la Biblia designa como nuestro “llamado”, es decir, la vocación o forma de vida particular para la que Dios nos diseñó al crearnos, especialmente adaptada a nuestro temperamento y personalidad junto con sus dones, gustos y habilidades adquiridas, en ejercicio de los cuales podemos llegar a ser más productivos, trayendo el mayor provecho a las vidas de nuestros semejantes y sentirnos realizados sabiendo que estamos llevando a cabo aquello para lo cual vinimos a este mundo, y que trae complacencia a nuestro Creador que es, entonces, honrado con lo que hacemos mejor, como un agradecido tributo a Quien nos llamó, dotó e hizo posible la realización de esa forma de vida particular en cada uno de nosotros, a la que el apóstol Pablo se refirió diciendo que los cristianos fuimos: “… predestinados… para alabanza de su gloria” (Efesios 1:11-12).
Este: “… plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (v. 11) puede, por supuesto, ser aceptado o rechazado por cada uno de nosotros, en la medida en que nos rindamos o no a Dios mediante la aceptación del evangelio y la consecuente conversión a Cristo, experiencia que nos abre los ojos para descubrir y aplicarnos con diligencia a desarrollar el llamado particular que Dios nos formula y hacerlo para Su gloria. Los no creyentes, al rechazar a Cristo, no llegan a descubrir este llamado con la convicción y claridad que sería deseable y, en el caso de que logren acertar medianamente en algunos de los aspectos del llamado que Dios les tiene reservado, siempre lo harán para la vanagloria personal y de manera desbalanceada, dándole por lo general más importancia al trabajo y a la realización y el éxito profesional que a la iglesia, por completo ausente de sus consideraciones, e incluso en detrimento de la familia, a su pesar.
El llamado es, pues, algo que concierne a todo cristiano sin excepción, independiente de si este llamado es de tipo clerical o ministerial, en la iglesia, o secular, al margen o más allá de la iglesia, pues los creyentes pueden servir a Dios en ambos contextos indistintamente, ya que Dios no es tan sólo el Señor de la iglesia, sino el Señor del mundo en su totalidad. Por lo tanto, se cae de su peso que si todo lo que hacemos en este mundo está de un modo u otro conducido por el llamado recibido de Dios, no sólo nuestras actividades en la iglesia forman parte de ese llamado, sino nuestro trabajo en el mundo y nuestras responsabilidades familiares como esposos, padres, hijos, etc., además de nuestras devociones y piedad personal en nuestro fuero íntimo y privado, cuando lo invocamos y estamos a solas con Dios.
Visto de este modo el esquema de prioridades clásico que se nos ha enseñado en las iglesias no se puede aplicar de manera tan rígida, absoluta y mecánica, pues en algunos casos dar a Dios el primer lugar puede implicar también dar prioridad a la iglesia sobre el trabajo, o al trabajo sobre la familia, o incluso a la iglesia y al trabajo, sobre la familia. ¿O es que las demandas caprichosas de la familia ꟷcónyuge o hijos indistintamenteꟷ, nos autorizan sin más a desechar a la iglesia con impunidad de nuestras vidas y consideraciones, teniendo en cuenta el importante e insustituible papel que ésta desempeña en la vida del creyente, como se nos revela a lo largo de todo el Nuevo Testamento con especialidad? Del mismo modo, ¿las exigencias laborales pueden expulsar del todo a la iglesia de nuestro horizonte vital? Y si, como lo dice Pablo, el que no provee para su casa ha negado la fe y es peor que un incrédulo, ¿se justifica que alguien renuncie a un trabajo lícito por exigencia de su familia quedando desamparado y a la deriva en cuanto a su provisión personal y la de quienes en su familia dependen de él?
Por otra parte, si el trabajo es de manera invariable una expresión y una parte del llamado o vocación que Dios nos ha formulado en este mundo, al margen de consideraciones económicas ¿no sería una traición a ese llamado abandonarlo a las primeras de cambio por el hecho de que el cónyuge o los hijos así lo demanden de manera irreflexiva y sin un fundamento sólido? Además, hay algunos inquietantes pasajes en el evangelio que sugieren que honrar a Dios como nuestra principal prioridad no implica necesariamente honrar a la familia, en especial cuando ésta nos hace demandas que no tiene derecho a hacernos en nombre de una reclamada y sobrevalorada importancia que se arroga para sí misma de forma manipuladora. Los pasajes en cuestión son los dos siguientes, ambos en el evangelio de Lucas: “«Si alguno viene a mí y no sacrifica el amor a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26), y: “ꟷLes aseguro ꟷrespondió Jesúsꟷ que todo el que por causa del reino de Dios haya dejado casa, esposa, hermanos, padres o hijos recibirá mucho más en este tiempo; y en la edad venidera, la vida eterna” (Lucas 18:29-30).
Por supuesto, sabemos que este lenguaje enfático en la Biblia tiene el propósito de establecer contrastes marcados para recalcar con mayor fuerza ideas que se quieren dejar bien establecidas, como lo es el mandamiento de amar a Dios por encima de todo lo demás, como cuando se dice que debemos “aborrecer” nuestra vida en este mundo o, en traducciones más precisas de Lucas 14:26, “aborrecer” a nuestro padre, madre, esposa, hermanos y hermanas o, en síntesis, a la familia consanguínea, que si se tomara en su significado más literal, nos llevaría a tener que traicionar, entre otros, el mandamiento de honrar a padre y madre o todas las prescripciones para el matrimonio y la familia de Efesios 5:21-6:4, algo que estaba lejos de la intención de Dios y de las responsabilidades que coloca sobre nuestros hombros en todos estos frentes. Pero hechas estas necesarias matizaciones no puede desecharse la posibilidad de que en casos excepcionales honrar nuestro llamado como Dios lo espera de nosotros, implique invertir o trastocar el orden de prioridades clásico, rígido y simplista que se nos ha enseñado en la iglesia.
No se trata, entonces, de desechar necesariamente este esquema, sino de no aplicarlo de un modo superficial como una fórmula fácil, infalible, rígida e inflexible que nos exime de reflexionar personalmente como es debido sobre lo que debemos hacer en conciencia delante de Dios, en el espíritu de lo dicho por los apóstoles cuando declararon: “ꟷ¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!…” (Hechos 5:29), asumiendo con temor y temblor delante de Él nuestras responsabilidades al respecto, y haciéndonos cargo de nuestras decisiones y sus consecuencias, cualesquiera que sean, sin proyectarlas inadvertidamente sobre los demás, sean estos la familia, el trabajo o la iglesia, para terminar, como Pilato, pretendiendo lavarnos infructuosamente las manos acudiendo a estos esquemas.
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