¿Cuál de las dos tenemos en los evangelios?
En el marco de la afirmación bíblica sostenida y defendida por todos los cristianos en relación con el carácter sobrenaturalmente inspirado de las Escrituras, tanto en lo que tiene que ver con el Antiguo como el Nuevo Testamento y su consecuente confiablidad para todos los asuntos relativos a la fe en todos los aspectos de la vida del creyente; la confiabilidad de lo dicho por Jesús, recogido en sus aspectos más significativos en los evangelios, cobra una destacada importancia, al punto que muchas ediciones de la Biblia resaltan sus dichos y enseñanzas en letra roja para indicarle al lector qué porciones de los evangelios y del Nuevo Testamento en general proceden directamente de la boca del Señor Jesucristo, con todo lo que ello implica para la iglesia que lleva su nombre. Así, pues, en línea con todo esto, determinar qué tan precisos fueron los evangelistas para registrar lo dicho por el Señor ha sido uno de los temas de los que la teología se ha ocupado, investigando entonces dentro de la tradición antigua en general y de la judía en particular las maneras en que en ellas se acostumbraba citar lo dicho por alguien para asegurarse de que las citas eran precisas y veraces para todos los efectos prácticos del caso.
Y lo primero que debemos señalar al respecto es que, como nos lo recuerda el erudito Darrel L. Bock, en quien nos apoyaremos y a quien citaremos ꟷa propósito de citasꟷ más de una vez a lo largo de esta conferencia, al contrastar la multiplicidad de medios de comunicación disponibles en los siglos XX y XXI, marcados por la avanzada tecnología en comunicaciones, con los disponibles en el primer siglo de nuestra era: “Hace dos mil años únicamente existían los manuscritos ꟷhechos uno a unoꟷ sobre pergamino y sobre papiro”, procediendo enseguida a hacer la siguiente precisión adicional: “De hecho la mayoría de la información no se escribía; se transmitía de forma oral. Era una cultura oral, y casi no había libros porque era muy costoso y poco rentable. Así que ésta es la realidad cultural de la formación que los evangelios recogen y de la información que tenemos de Jesús”. Por eso, como continúa diciendo: “Aunque hubiéramos preferido que la Biblia nos hubiera llegado en una cinta de video, tenemos que conformarnos con la realidad. Tenemos que dejar que el texto bíblico mismo nos revele cómo llegó hasta nosotros, e intentar entenderlo dentro de su contexto original”.
Eso es, pues, lo que vamos a emprender en esta necesariamente apretada conferencia. Este ejercicio nos permitirá, además, comprender y conciliar satisfactoriamente dos hechos aparentemente contradictorios que los detractores del evangelio se apresuran a señalar desde posiciones de ignorancia. En primer lugar, el hecho que los evangelios reclamen ser un relato cierto, confiable y veraz de la vida de Cristo. Y en segundo lugar, el hecho de que, al comparar los cuatro evangelios entre sí, hallemos inquietantes diferencias, incluso en secciones en las que todos los evangelistas se están refiriendo al mismo acontecimiento. Adicionalmente, la transmisión de información extensa de manera oral despierta de entrada sospechas acerca de su precisión en las mentalidades modernas moldeadas por la tradición escrita propia de la cultura occidental, temiendo que en una cultura de tradición oral como la del antiguo Cercano Oriente, entre otras, esta transmisión degenere inevitablemente en distorsiones en la información. Con mayor razón por cuanto la memorización, o más exactamente el aprendizaje de memoria, se viene dejando cada vez más de lado en el sistema educativo occidental, que ha terminado señalándola incluso de antipedagógica.
Teniendo en cuenta lo anterior y simplificando un poco, existen básicamente tres maneras de aproximarnos a este asunto que cubren toda la gama de posturas más matizadas e intermedias para abordarlo y que, en principio, haría de algunas de ellas posturas mutuamente excluyentes. En primer lugar, están quienes creen y afirman que los evangelios no difieren de una grabación en cinta, es decir que las letras que aparecen en rojo en muchas versiones de los evangelios son exactamente las palabras de Jesús, como el mismo texto parece darlo a entender. Detrás de esta postura se encuentra la loable disposición a tomar seriamente a la Biblia en general y a los evangelios en particular como lo que ella dice ser, la verdadera palabra de Dios, como debemos, a la postre, hacerlo todos los cristianos para no restarle a la Biblia la autoridad que reclama para sí sobre nuestras vidas. Reconociendo lo anterior, hay que decir, sin embargo, que esta postura no deja de ser un poco simplista e ignorante y no explica claramente los rasgos y particularidades que los evangelios muestran en su registro de lo dicho y hecho por el Señor Jesucristo en su paso histórico por el mundo.
En segundo lugar y en el otro extremo del espectro encontramos la postura más escéptica, enfrentada por fuerza a la anterior. Se trata de quienes creen que lo que Cristo dijo en los evangelios es en realidad, una invención de la iglesia. Esta es la postura que considera sospechosa a la tradición oral y la ve como poco fiable, siempre susceptible de distorsionar el mensaje original, añadiéndole, quitándole o modificándolo de manera inadvertida o arbitrariamente intencional, en obediencia a sus propios intereses y necesidades de adaptación en la predicación. La iglesia primitiva habría, entonces, puesto en boca de Jesús cosas que no reflejarían lo que Él había enseñado, pero que cubrirían las necesidades inmediatas de las iglesias. Es la postura típica de la cada vez más caduca teología liberal y los reductos más emblemáticos y mediáticos de ella como el llamado “Seminario Jesús”, un pequeño grupo de eruditos que insiste en ir en contravía a la abrumadora mayoría de académicos que rechaza sus conclusiones escépticas y sesgadas, inclinadas de manera arbitraria a darle mayor crédito al evangelio apócrifo de Tomás, que a los cuatro evangelios canónicos esencialmente coincidentes.
La tercera postura es la que afirma que los evangelios, ciertamente, transmiten con veracidad y precisión el sentido de lo dicho por Jesús, aunque no lo hagan siempre con las palabras exactas utilizadas por Él, lo que explicaría las pequeñas diferencias entre los cuatro evangelios que sus detractores tratan de magnificar afirmando que estas diferencias son mayores de lo que realmente son y obrarían en perjuicio de la precisión y fidelidad de los evangelistas a lo dicho por el Señor Jesucristo en su paso por el mundo. Esta postura reconoce aspectos que toda la erudición comparte, como son el papel que la tradición oral desempeñó en la configuración y divulgación de los evangelios durante las primeras décadas. En el tratamiento y transmisión de esta tradición oral viva, los apóstoles serían sus principales depositarios y al darle finalmente forma escrita en el transcurso del primer siglo, cuando todos ellos y muchos otros testigos todavía estarían vivos, ellos, que conocerían mejor que nadie esta tradición, llevaron a cabo una labor de selección que obedecería no solo a la mera intención de citar con exactitud lo dicho por el Señor, sino de resumir, explicar y aplicar sus enseñanzas a sus oyentes, ordenando este material por temas en vez de hacerlo cronológicamente y al proceder de este modo, lo harían a propósito y de manera consciente, sin tergiversar ni traicionar por ello las enseñanzas como tales.
El prólogo del evangelio de Lucas y del libro de los Hechos de los Apóstoles dan cuenta de la fidelidad de los evangelistas a los hechos, pues al no ser testigo personal de ellos, Lucas llevó a cabo una investigación para informarse bien de ellos acudiendo a los muchos testigos disponibles y su formación como médico para llevarla a cabo, apelando como fuente a las tradiciones orales que ya circulaban y que luego dieron forma a los evangelios escritos. Como lo dice Darrel L. Bock: “Cada evangelista transmite las vivas y vigorosas palabras de Jesús de forma diferente, manteniendo fielmente el sentido o lo esencial de su enseñanza”, añadiendo enseguida: “En los evangelios podemos escuchar a Jesús de forma clara, pero debemos ser conscientes de que muchas veces le oímos a través de resúmenes de lo que dijo, o a veces oímos que le da más importancia a unas cosas que a otras (según las características que cada evangelista quiere destacar)”. Esta era, además, la forma habitual en que se escribía la historia en la antigüedad, tanto por parte de la tradición judía con sus raíces en el Antiguo Testamento, como de todo el entorno cultural de la época.
Para la mejor comprensión de esta tradición y de este entorno cultural sin tener que poner en duda la fiabilidad de los evangelios por cuenta de las diferencias entre los contenidos que tenemos en cada uno de ellos en relación con las narraciones en general y lo dicho por el Señor en particular, así como para disipar las sospechas que para las mentalidades occidentales modernas despierta la tradición oral propia de las culturas orientales; los eruditos bíblicos han acuñado dos expresiones para referirse al contenido de los evangelios en lo que tiene que ver con las enseñanzas de Cristo. Se trata de las expresiones latinas Ipsissima Verba, término legal que se refiere a la autoridad material, generalmente establecida, a la que un escritor u orador se está ciñendo y que significa, literalmente: “las mismísimas palabras”;e Ipsissima Vox, que se refiere, a su vez, a la esencia de una conversación que no se está citando necesariamente palabra por palabra, y que se traduciría, literalmente, como “la mismísima voz”. Pues bien, con arreglo a esta distinción, lo que tendríamos en los evangelios no son las Ipsissima Verba sino la Ipsissima Vox del Señor Jesucristo. Así, pues, lo que aquí tenemos es, una vez más en palabras de Darrel L. Bock: “la distinción entre las palabras exactas de Jesús y la voz de Jesús detrás de un fiel resumen de lo que fueron sus palabras”.
Comenzando porque es un hecho que no podemos tener en los evangelios, escritos en griego, las palabras exactas de Jesús, Quien con todo el peso de la probabilidad, enseñaba en arameo, así que, de entrada, tenemos que reconocer que las enseñanzas de Jesús en los evangelios son necesariamente una traducción de sus palabras originales. Además, esta manera de citar estaba reconocida como válida en la tradición judía, en la que las citas del Antiguo Testamento que se hacen en el Nuevo se tomaban, no de los originales en hebreo, sino de la traducción del Antiguo Testamento al griego conocida como la Septuaginta, y eso no le restaba autoridad ni veracidad a los oídos de los oyentes. De hecho, esta labor de traducción de los originales en hebreo a otros idiomas ya se había llevado a cabo con toda legitimidad en el siglo V a. C., poco más de tres siglos antes de la Septuaginta, cuando Esdras y Nehemías leyeron la Torá o la Ley ꟷes decir lo que en la iglesia se conoce como el Pentateuco o los primeros cinco libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomioꟷ, a todo el pueblo judío presente, conformado por todos los que habían regresado del exilio en Babilonia, pues después de la lectura en hebreo llevada a cabo por Esdras, sus colaboradores levitas lo traducían enseguida al arameo, para que el pueblo la entendiera, pues para este momento una mayoría de los judíos que habían regresado no hablaban ya hebreo, sino arameo, como podemos comprobarlo en el capítulo 8 del libro de Nehemías.
En conexión con esto, como lo sostiene Darrel L. Bock: “la distinción entre los términos ‘verba’ y ‘vox’ es válida cuando vemos la forma en que la Biblia se cita a sí misma, es decir la forma en que el Nuevo Testamento usa el Antiguo. Muchas de las citas que aparecen en el Nuevo Testamento no siguen el texto veterotestamentario [es decir, del Antiguo Testamento] palabra por palabra, ni siquiera después de tener en cuenta que se trata de una traducción del hebreo al griego”. Y concluye, entonces: “Si la Biblia misma se permite la licencia de resumir una cita, no debería sorprendernos que los autores de los evangelios usaran esta misma técnica para resumir las palabras del Señor”. Adicionalmente, hay algunas otras razones importantes para afirmar que, aunque los evangelios reflejan el sentido de las enseñanzas de Jesús, no son sin embargo un registro tipo “grabación”, pero tampoco una “invención”. La primera de ellas es la consideración de la manera en que escribían los historiadores de la antigüedad.
Tucídides, por ejemplo, un reconocido y confiable historiador grecorromano del siglo V a. C. nos informa en su Historia de la Guerra del Peloponeso que: “Me ha sido difícil recordar el contenido de los discursos que yo mismo escuché, y no sólo a mí, sino que a los que me han contado de otros discursos que escucharon también les ha sido difícil recordar”. Con todo y ello, añade luego: “He escrito los discursos de la mejor manera que me parece que los oradores originales habrían expresado lo que debía decirse sobre aquella situación interminable, pero me he ceñido lo máximo que he podido a la opinión expresada por las propias palabras de los discursos” y no por eso la veracidad de su relato es puesta en duda por las generaciones posteriores o los especialistas de hoy, como lo hace Charles Fornara, quien refiriéndose a Tucídides dice con la autoridad que ostenta que: “Las pocas pruebas que tenemos indican que presentaba los discursos de una manera responsable, que no los inventaba, y hacía todo tipo de investigación cuando ésta era necesaria y posible”, un procedimiento muy similar al descrito por Lucas en el prólogo de su evangelio y del libro de los Hechos de los Apóstoles que también se le atribuye. Lo mismo podría decirse, y se ha podido comprobar, de otros autores romanos reconocidos como Tácito, entre otros.
Darrel L. Bock de nuevo interviene de manera concluyente para decir: “la técnica griega característica para reproducir un discurso requería una preocupación por la exactitud a la hora de intentar plasmar la idea de lo que se había dicho, incluso en el caso de que no se recordaran las palabras exactas. En la antigüedad también se reconocía el derecho que el autor tenía de resumir y enfatizar la pertinencia de los comentarios del orador. Es decir, el historiador buscaba informar, pero también edificar”. Y si los especialistas de hoy conceden lo anterior a los historiadores seculares de la antigüedad, no es honesto que no se lo concedan a la Biblia también, al margen de su reclamada inspiración divina de carácter sobrenatural que los cristianos le reconocemos, que es la que, a manera de broche de oro final, le brinda su completa credibilidad a ojos de los creyentes en Cristo, sin perjuicio de los demás aspectos objetivos a favor de esta credibilidad que estamos considerando y estableciendo también.
Pero existe un factor adicional a favor de lo que venimos defendiendo, al que hace referencia también Darrel L. Bock de este modo: “los historiadores de la antigüedad sabían lo que era un trabajo bien hecho, y procuraban cumplir con el estándar establecido. Nosotros, actualmente, solemos desestimar la «tenacidad de la tradición oral de una sociedad preculturizada, y la importancia que la reminiscencia tenía en una sociedad de tales características»”, citando con estas últimas palabras lo dicho por el historiador Charles Fornara a quien también hemos apelado, lo cual nos conduce por fuerza a la cultura judía, pues esta declaración de Fornara se aplica con especialidad a ella, como nos lo informa Darrel L. Bock: “Si el papel de la tradición oral era importante para los historiadores de la antigüedad en general, mucho más importante lo era para la cultura judía”.
Ciertamente, en obediencia entre otros a la instrucción presente en Deuteronomio 6:6-7: “Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes”, reiterada en otras partes del Antiguo Testamento, los rabinos judíos en particular y la cultura judía en general: “desarrollaron elaboradas técnicas para pasar la tradición oral de generación en generación… Las escuelas rabínicas… enseñaban la importancia de la memorización. Para los judíos, si algo reflejaba la palabra de Dios o la sabiduría de Dios, valía la pena memorizarlo”, como nos lo recuerda Bock. Continua Bock ilustrándonos al respecto al afirmar: “Había tres instituciones que promovían esta práctica de la reflexión y la memorización de la enseñanza: el hogar, la sinagoga, y la escuela primaria. En estos tres lugares los judíos utilizaban material memorizado”, materiales que se reforzaban, entonces, entre sí, desde tres frentes diferentes.
No tenemos el tiempo ni el espacio para relacionar múltiples ejemplos seleccionados por Bock que confirman la diligencia y capacidad de la cultura judía para la memorización en el contexto de la tradición oral, pero todos los eruditos y estudiosos de la más diversa procedencia están conscientes y de acuerdo con esto. Baste decir que, en consideración de todos los ejemplos bíblicos y extrabíblicos que tenemos por fuerza que omitir aquí, la conclusión de Bock acerca de este punto es inobjetable: “si nos fijamos tanto en la historiografía grecorromana como en la cultura judía, podemos ver que la cultura oral de aquella sociedad no trataba la enseñanza de la sabiduría divina a la ligera, como sugieren los que dicen que fue inventada, aún sin poder garantizar que aquellos autores citaban palabra por palabra el material que transmitían. Su objetivo era transmitir fielmente la esencia de la enseñanza. Lo que significa que hay base histórica para poder acercarnos a los evangelios con la confianza de que son un resumen fiel de las palabras de Jesús”.
Obviando algunas otras consideraciones explicadas por Bock sobre la manera en que se escribe la historia, tanto hoy como en la antigüedad ꟷconsideraciones que confirman los argumentos que venimos desarrollando a favor del hecho de que, aunque los evangelios no contengan propiamente ni ciento por ciento las palabras exactas pronunciadas por el Señor Jesús, de todo modos sí nos dejan oír su voz con precisión y de manera confiable y fielꟷ; debemos sin embargo detenernos en su declaración a favor del recurso legítimo a la paráfrasis a la hora de trasmitir información veraz, confiable y comprensible. Sobre todo en medio de la discusión de los biblistas sobre qué es más adecuado al traducir la Biblia: traducirla de la manera más literal, buscando las palabras que en el idioma receptor correspondan con mayor exactitud a las palabras en el idioma original, o traducirla echando mano de lo que se conoce técnicamente como ”equivalencia dinámica” para transmitir de la mejor manera el sentido de lo dicho en el idioma original, así para hacerlo se deba dejar de lado a veces de manera premeditada las palabras exactas en el idioma original que si se tradujeran literalmente oscurecerían en vez de aclarar el auténtico sentido del pasaje en el idioma receptor. De hecho, las traducciones modernas parecen favorecer esto último, de donde hoy por hoy la diferencia entre lo que se considera una traducción y lo que se considera una paráfrasis es cada vez más vaga y difusa.
Sea como fuere, en relación con la paráfrasis dice Bock: “El resumen, la paráfrasis es una técnica muy válida, que además practicamos hoy de forma oficial, nadie cuestiona al portavoz del gobierno cuando éste lee un comunicado del presidente ¿no es cierto? A veces el resumen deja de lado el nombre y número de las personas presentes… Cuando se escribe historia, se puede usar tanto citas exactas como paráfrasis y resúmenes; y también se puede combinar las dos técnicas, sin tener que poner en cuestión la fiabilidad ni la exactitud histórica. Así que las paráfrasis fiables de las enseñanzas de Jesús, son tan históricas como una cita exacta de sus palabras; son tan solo dos maneras distintas de transmitir la misma idea”. En conexión con ello Bock continúa diciendo: “Reconocer que se daba una decisión consciente de como ordenar los sucesos nos ayuda a entender que el hecho de que haya diferencias entre los evangelios no es un argumento en contra de su fiabilidad”.
Además, Bock nos hace conscientes de que: “Al estudiar los evangelios no podemos olvidar que mucho de todo lo que se dice pudo ser dicho y repetido en diferentes ocasiones, una evidencia de la que solemos olvidarnos cuando comparamos textos paralelos”. Al fin y al cabo, ya el evangelista Juan dejó constancia expresa de la labor de selección que los cuatro evangelios llevaron a cabo al registrar la vida y enseñanzas del Señor Jesús: “Jesús hizo muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están registradas en este libro. Pero estas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengan vida… Jesús hizo también muchas otras cosas, tantas que, si se escribiera cada una de ellas, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo entero” (Juan 20:30-31; 21:25).
En lo que resta de esta apretada conferencia abordaremos los llamados “criterios de autenticidad” mediante los cuales se busca establecer si un dicho es auténtico o no, es decir si fue dicho o no por Jesús. Por supuesto, estos criterios buscan corroborar y confirmar que lo que la tradición oral puesta por escrito en su momento en los evangelios, durante el transcurso del primer siglo, cuenta con un solvente peso de autenticidad a su favor y no propiamente cuestionar sistemáticamente los contenidos de esta tradición y pasar por alto de manera olímpica todo lo que ya hemos establecido a su favor. En otras palabras, lo que se conoce como el “peso de la prueba” tiene utilidad sólo si le concedemos el beneficio de la duda a todos los dichos de Jesús contenidos en los evangelios por las razones ya expuestas y no los desechamos a no ser que esté claro que no son auténticos mediante otros criterios como los utilizados por la crítica textual dirigida a establecer la fidelidad e integridad de nuestras Biblia actuales en relación con los originales (ver la conferencia https://creerycomprender.com/nvi-y-las-traducciones-modernas-de-la-biblia), de modo que los contenidos de los evangelios que pasen la prueba de los criterios de autenticidad, son ratificados como auténticos, mientras que lo que no lo hagan con claridad, no necesariamente se deben considerar como falsos.
Ante esto algunos se preguntarán, ¿para qué, entonces, aplicar estos criterios de autenticidad, si los dichos de Jesús que no pasen la prueba con la solvencia deseada no pueden ser dechados como falsos? Muy sencillo. En primer lugar, porque si entendemos el peso de la prueba en relación con los criterios de autenticidad como la indicación de que deberíamos dudar de la autenticidad de todo dicho atribuido a Jesús hasta que no se demuestre que es auténtico, esto es no solo pasar por alto todo lo que ya hemos dicho a favor de su autenticidad con base en otros criterios diferentes ya considerados, como la forma de escribir la historia en la cultura grecorromana, la manera en que la cultura judía prestaba especial atención y promovía técnicas muy eficaces para la memorización de la enseñanza divina y el modo en que la misma Biblia testifica en contra de quienes miran sospechosamente la tradición oral, por el simple hecho de ser, en primera instancia, oral y no escrita (pues al final de cuentas esta tradición oral adquirió forma escrita antes de finalizar el primer siglo). Y en segundo lugar que, como lo dice Darrel L. Bock, si aplicáramos de este mismo modo el peso de la prueba a otros documentos: “¡tendríamos que vaciar librerías enteras de historia antigua! [pues] La mayoría de acontecimientos de la antigüedad nos han llegado sólo a través de una única fuente”, lo cual significa que no pasan la prueba del segundo de los criterios de autenticidad que describiremos enseguida. De hecho, la manera en que los escépticos entienden el peso de la prueba poniendo en duda todos los dichos de Jesús que no pasen con solvencia la prueba de los criterios de autenticidad lo único que hace es sacar a luz sus prejuicios al examinar el texto de los evangelios.
Sea como fuere los criterios de autenticidad que todos reconocen son, en primer lugar, el llamado “criterio de desemejanza” que asume que, puesto que Jesús vino en último término a ejercer una crítica sobre el judaísmo de su época, se le dan más peso y credibilidad a los dichos que se alejan y no se asemejan a las enseñanzas judías de la época o no encajan de manera natural dentro de las tradiciones judías y pudieran, por lo mismo, ser controvertidos y escandalosos desde la perspectiva judía tradicional. Lo cual no significa que los dichos que si encajan con la tradición judía, o con la de la misma iglesia primitiva, deben ser desechados como inauténticos, pues de ser así Jesucristo sería un personaje extraño, excéntrico, desconectado y desarraigado de toda tradición previa o posterior a Él, algo que resulta en gran medida absurdo y contrario al hecho de que la novedad que Cristo traía al judaísmo consistía en buena medida en reformarlo, purificarlo y despojarlo de los lastres que había adquirido a través del tiempo y no desecharlo ni mucho menos. Por lo tanto, la utilidad principal de este criterio es determinar con precisión los puntos en que Jesús difiere de su herencia cultural inmediata y no del judaísmo de manera absoluta. De ahí que no pueda ser concluyente para desechar las enseñanzas que los evangelios atribuyen a Jesucristo sino para confirmarlas.
El segundo criterio de autenticidad es designado como la “autenticación múltiple”, esto es, que cuando una declaración aparece en más de una fuente o en más de una forma, ya sea en el contexto de la narración de un milagro, en una parábola o en un contexto apocalíptico indistintamente en los diferentes evangelios, debe, por tanto, ser auténtica. Darrel L. Bock advierte, sin embargo, que, si bien: “Este criterio es bastante útil… no hay que caer en el error de usarlo a la inversa: decir que si una frase no sale en varias fuentes, no es auténtica”, pues es justamente esta aplicación extrema y sobrevalorada de este criterio la que, como ya lo vimos, nos obligaría a cuestionar y vaciar librerías enteras de la historia antigua, algo que ningún historiador moderno estaría dispuesto a hacer sin más. Estos criterios tienen, además, fuerza acumulativa, o dicho de otro modo, cuando un dicho o enseñanza pasa la prueba de ambos criterios, la confianza en su autenticidad se refuerza doblemente, pero también pueden anularse mutuamente cuando se verifica uno de los dos, pero el otro no, como cuando una enseñanza aparece en varios evangelios, pero encaja bien en la tradición judía o viceversa, cuando una enseñanza aparece en una sola fuente, pero no encaja en la tradición judía tradicional.
Es justamente cuando un dicho o enseñanza de Jesús pasa la prueba de ambos criterios, cuando podemos aplicar el tercero de ellos: el criterio de “coherencia”, pues este criterio establece que aquello que es coherente con la aplicación de los otros dos criterios tiene que ser aceptado como auténtico. Así, la extensión de los contenidos de los evangelios que cumplirían la condición para poderles aplicar este tercer criterio, depende de la forma en que se han aplicado los dos primeros, sobre todo de dónde se haya puesto el peso de la prueba: en no desechar nada en los evangelios que no se demuestre como falso más allá de la duda razonable, o en desechar todo lo que no se demuestre sin duda alguna como auténtico con base en estos criterios, que es la manera en que lo hace la escéptica teología liberal en general y el ya mencionado y contradictorio “Seminario Jesús” que insiste en marchar a contracorriente de la abrumadora mayoría de eruditos en estos temas.
La conclusión de Darrel L. Bock en este punto es que: “no podemos concluir que las palabras de Jesús son una invención de los evangelistas, aunque es evidente que lo que nos ha llegado tampoco debe corresponder con las palabras exactas que Jesús pronunció. Un uso equilibrado y serio de los criterios que acabamos de ver demuestra la autenticidad de la mayoría de los aspectos de la enseñanza cristológica y de la redención de Jesús”, repitiendo, no obstante, que lo poco que no pueda ser demostrado con la solvencia deseada mediante estos criterios, tenga por fuerza que ser falso. Por cierto, para quienes piensan que los evangelios transmiten las palabras exactas de Cristo, como una grabación en audio o en video, valdría la pena hacerles ver que ni esta época en que todo el mundo tiene acceso a audio y video mediante sus teléfonos móviles inteligentes, dotados de cámara de video y la posibilidad de grabar fácilmente notas de audio, la literalidad de lo que queda grabado es tan clara como se pensaría y sería deseable.
Esto puede suceder cuando únicamente hay una grabación disponible del suceso en cuestión, pero no cuando existen diferentes grabaciones desde diferentes perspectivas, ángulos y puntos de vista, como es habitual hoy cuando muchos sacan sus teléfonos móviles para grabar en video el mismo suceso del que están siendo testigos de primera mano. Todos sabemos que una edición manipulada de un solo video puede terminar proyectando una imagen falsa del suceso grabado, por lo que un informe audiovisual confiable del suceso requiere una labor de edición responsable que tenga en cuenta todos los videos con información relevante alrededor de él y, por tanto, la labor y las conclusiones de un editor capaz y honesto que sepa unir y mostrar las piezas de un modo responsable y ceñido a los hechos pueden ser más válidas y veraces que los videos y grabaciones individuales que le sirvieron de fuente, carentes de edición alguna. El resultado final de esta labor de edición puede reflejar mejor el significado auténtico del suceso en cuestión, que los videos aislados que recogen solo partes de él, a la manera en que los evangelios nos permiten oír la voz auténtica de Cristo, aunque no siempre dispongamos en ellos de sus palabras exactas.
Por último, la confianza de la iglesia en la inspiración de la Biblia y la consecuente actividad sobrenatural del Espíritu Santo dirigiendo con sutileza pero también con seguridad a los autores humanos en la selección de los contenidos y las enseñanzas procedentes de Cristo que recogen los evangelios, llega a ser más importante que disponer y determinar de manera un tanto obsesiva y reforzada que en ellos disponemos de las palabras exactas de Cristo, pues la confianza en esta inspiración nos garantiza que, ya sean o no las palabras exactas de Cristo, en cualquiera de los dos casos indistintamente los evangelios nos permiten oír la voz de Cristo al punto que cobran vigencia las reiteradas palabras del Señor cuando exhortaba a su audiencia diciéndoles: “el que tiene oídos para oír, oiga”.
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