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La voluntad de Dios

Más cuestiones de teodicea

“Es la voluntad de Dios”, suele ser una de las frases concluyentemente piadosas entre creyentes para cerrar la discusión alrededor de hechos que no comprendemos y que nos cuestionan profundamente. Se supone que con esta frase debemos dejar de cuestionarnos y simplemente confiar en que “Dios sabe lo que hace”. Ciertamente, Dios sabe lo que hace, y lo hace muy bien, pero eso no significa que todo lo que sucede sea la expresa voluntad de Dios. No es la voluntad de Dios que un conductor ebrio atropelle y mate a una mujer embarazada. No es la voluntad de Dios que un joven piadoso y prometedor muera de un cáncer fulminante cuando se encuentra en la flor de la vida y hasta ahora está comenzando a concretar sus posibilidades. No es la voluntad de Dios que un esposo golpee a su esposa o la abandone a su suerte, junto con sus hijos. No es la voluntad de Dios que un niño sea abusado sexualmente por alguien en quien confiaba. No es la voluntad de Dios que un niño tenga que combatir en cualquier guerra y padecer sus horrores por no tener ninguna otra alternativa. No es la voluntad de Dios que un huracán o un terremoto siegue la vida de miles de personas, en lo que de manera algo equívoca se designa como “actos de Dios” en las pólizas de seguros.

En resumen, el sufrimiento humano en cualquiera de sus formas no es de ningún modo ꟷpor lo menos en un mayoritario número de casosꟷ la voluntad de Dios. Decir que todo esto es la voluntad de Dios es sugerir que todo esto ha sucedido porque Dios así lo ha querido, y si así fuera, sería imposible confiar en Él para quienes han padecido sufrimientos intensos, injustos y a todas luces inmerecidos, haciendo incluso preferible que Dios siguiera siendo bueno, pero impotente para evitar el mal; que, siendo capaz de evitarlo, optar no sólo por no hacerlo, sino determinar activamente su ocurrencia, como lo planteó Epicuro en la famosa paradoja que lleva su nombre al sostener que, en vista de la existencia innegable del mal en el mundo, Dios no podría ser simultáneamente bueno y todopoderoso, como lo sostiene la Biblia.

Porque a despecho de Epicuro, la Biblia nos revela a un Dios que es al mismo tiempo bueno, justo y todopoderoso, lo cual hace que la presencia del mal en el mundo en todas sus formas deba explicarse sin cuestionar ni su absoluta bondad, ni su justicia ni su omnipotencia. Al mismo tiempo, la Biblia nos revela que Dios es omnisciente, es decir que Él todo lo sabe, lo cual no hace mucho para aclarar el tema, pues si Él sabía todo lo que iba a ocurrir en cada uno de los casos mencionados arriba, se vuelve aún más inexplicable que no lo haya impedido. Pero hay algo más que la Biblia nos revela sobre Dios, y es que Él es sabio. Y en su sabiduría, Él creó un mundo bueno (Génesis 1:31) en el que, no obstante, el mal sería siempre una posibilidad real, por cuenta de una de las bondades que forman parte de este mundo bueno: el libre albedrío de hombres y ángeles. El libre albedrío requiere que todo lo bueno pueda mejorarse o pervertirse al ser mal utilizado. Y cuando decimos que algún mal o sufrimiento “es la voluntad de Dios”, lo único que debemos entender por ello es, en primer lugar, que el mal en cuestión ocurrió debido a que fue la voluntad de Dios crear un mundo en el que ese particular mal fuera posible, y no que él determinara su ocurrencia específica con algún secreto propósito. Y, en segundo lugar, que si bien no todo sucede, pues, por la expresa voluntad de Dios, al mismo tiempo podemos decir que, sin embargo, nada sucede sin su voluntad, no sólo en el sentido ya mencionado de que fue Su voluntad crear un mundo en el que el mal fuera posible, sino que Él permite, pero no determina, ni mucho menos se complace, en la ocurrencia de muchos de los males que tienen lugar en el mundo.

El mal y el sufrimiento no es, entonces, la voluntad de Dios, sino el resultado de la voluntad de los agentes libres por Él creados, sean ángeles u hombres indistintamente. Y él siempre deplora y lamenta cuando alguno de estos agentes libres decide hacer el mal. Pero si ha de respetar las reglas del juego que Él mismo estableció al crear un mundo tan bueno, en el que no sólo el mal es posible, sino que el bien mismo puede incrementarse a voluntad; no puede estar impidiendo que el mal suceda cada vez que amenaza con suceder, pues en ese caso el libre albedrío no sería más que una farsa y Él terminaría convertido en un tirano que impone su voluntad en todas sus criaturas por la fuerza. Y, definitivamente, nadie confiaría en un Dios con estas características, pues tendríamos que someternos a Él, ya que no tendríamos otra opción.

Es más, aunque no podamos entender por qué Dios permite que sucedan algunos males (pues podemos estar seguros de que ha refrenado o impedido muchos más de los que ha permitido), podemos estar seguros de que Él no es impasible ante nuestros sufrimientos, sino que ha estado siempre dispuesto a solidarizarse con nosotros en medio de ellos y a manifestarnos su empatía al punto de la compasión, que etimológicamente no significa más que “sufrir con” alguien. La cruz está siempre allí para demostrárnoslo y recordárnoslo, pues en ella encontramos las más elevadas alturas del sufrimiento injusto e inmerecido, que Dios en este caso sí determinó y no tan sólo lo permitió, sufriendo por partida doble, como Padre que ve morir a su Hijo amado y, pudiendo y deseando evitarlo, decide de todos modos permitirlo por un bien mayor, y como Hijo que padece en la pasión y muerte en la cruz el sufrimiento más intenso e inmerecido que hombre alguno haya podido padecer en la historia.

Así, pues, descontando las más bien excepcionales ocasiones ꟷcomparativamente hablandoꟷ relacionadas con el castigo sobre los pecadores contumaces o la dosificada disciplina sobre los suyos, Dios nunca determina el mal, sino a lo sumo lo permite con tanto o mayor dolor que quien lo padece, refrenándolo de seguro con calculada medida, pero no impidiéndolo del todo en estos casos porque en su sabiduría sabe que puede sacar de ese mal un bien mayor, no sólo para quien ha sido víctima de él, sino para muchos más. Ese es el auténtico sentido del conocido pasaje bíblico que dice: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Con todo lo anterior en mente, se comprende mejor lo dicho por Martín Luther King al declarar: “El mal porta consigo la semilla de su propia destrucción. A la larga, el bien derrotado es más fuerte que el mal triunfante”. O también Charles A. Beard al decir: “Los molinos de Dios muelen lentamente, pero muelen extraordinariamente fino”. Y también es con base en todo esto que se acuñó la conocida frase que dice: “Dios escribe derecho en renglones torcidos”. En síntesis, Dios aborrece el mal y no es su autor, pero por lo pronto lo vence no eliminándolo, sino disponiéndolo sabia y estratégicamente para el bien de los suyos. Algo que deberíamos considerar cada vez que estemos tentados a atribuir un insuceso, sin mayores matices, a la voluntad de Dios.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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